GABINETE
Los galgos, la caza y la religión

Texto: Mario Bellatin

Ilustraciones: Oliver Navarro

Dentro de algunas semanas termina la temporada de caza en España. Al día siguiente de la veda serán sacrificados
de las maneras más crueles y pavorosas
un aproximado de 300 000 galgos en todo el país.

Los cazadores con lebreles, que son legión en lo que graciosamente ciertos habitantes de la península ibérica llaman “la España Profunda”, harán uso de los macabros rituales que efectúan desde tiempos remotos una vez que los perros con los que lograron beneficiarse durante la temporada permitida para cazar les sean inservibles.

Yo cazo liebres con galgos también. Me encuentro por eso en una suerte de dilema. Poseo cuatro galgos españoles, rescatados por organizaciones que desde hace algunos años tratan de salvar a los perros preparados para el sacrificio.

Sin embargo, siento que mis galgos tienen derecho a su lebrelidad. Es decir, a seguir un instinto milenario que, de alguna manera, se puede entender como la razón de ser de esa raza. Salgo por eso con los perros a los campos mexicanos y contemplo el renacer de un instinto cada vez que mis animales descubren una presa. La manera como mis tranquilos animales de compañía de pronto hacen salir una liebre de su agujero para comenzar a seguirla a una velocidad inimaginable. Los galgos desaparecen de mi vista. Debo esperar cerca de 15 minutos en la soledad más absoluta pare verlos aparecer nuevamente con la presa entre los dientes. Llegan agotados y, siguiendo un llamado milenario, depositan la liebre a mis pies. ¿Qué hacer ante una situación semejante? No deseo tener delante mío un animal muerto. Precisamente ésa es una de las razones por las que cuento con cuatro galgos. Para rescatarlos de la matanza a la que los someten los cazadores españoles. Los activistas afirman que la única manera de evitar las crueles muertes de los canes cuando se vuelven inservibles es prohibir la caza con perros. ¿Cómo respetar entonces al mismo tiempo el instinto del perro y la vida animal? Mi pretexto para realizar semejante ejercicio es decirme a mí mismo que no efectúo ninguna acción en particular, salvo salir a caminar con mis lebreles por el campo que habitan las liebres. Pero esta ignorancia es falsa. Sé que los llevo hasta allí para que cacen algún ejemplar, que termino metiendo en un morral para luego arrojar en un basurero. La culpa haciendo un círculo perfecto. Y una culpa aún mayor por mi carácter de musulmán. No cuento, me refiero a los canes, con los animales apropiados para salir de caza. Según la ley islámica, el único perro sagrado es el saluki. Debo salir a los campos acompañado de salukis y no de galgos españoles —son parientes de estirpe entre sí, pero los últimos no están bendecidos abiertamente por el islam—. No debe primar, en mi calidad de musulmán, la conmiseración que me pueden producir los galgos españoles, sino que debo respetar antes que nada los preceptos de una religión que considera a las especies caninas como animales impuros.

La historia se remonta a los orígenes, cuando Mohammed —la paz sea con él—, como la mayoría de los profetas, se vio en la obligación de dejar libre de cualquier impureza el lugar de adoración.

Cuando llegó a Meca encontró que alrededor de la Caba se extendía la miseria.

Los animales pululan, las enfermedades se multiplican, lo siniestro se hace evidente.

Desde hace siglos, además.

Los perros de Meca.

Animales portadores de hidrofobia, sarna, algunas otras enfermedades letales.

Es onminoso que algo semejante ocurra en un lugar de tales características.

Y el ejército de Mohammed —la paz acompañe a su persona— dicta la cruel sentencia de que el perro es un animal no apto.

Se debe exterminar entonces hasta el último ejemplar.

Es realmente espantoso observar la matanza de canes, llevada a cabo con el fin de que el islam encuentre un lugar hasta cierto punto higiénico sobre el cual desarrollarse.

Las calles se llenan de aullidos, las veredas de sangre.

No se sabe qué hacer luego con los animales muertos.

Algunos ejemplares siguen vivos a pesar de su evidente, o más bien supuesta, mortandad.

Los testimonios de aquellos que tuvieron la desgracia de apreciar a algunos perros corriendo sin cabeza, sin alguna pata, emitiendo extraños sonidos por los agujeros de sus cuellos cercenados.

¿Y qué hacer ahora con los cuerpos?

Al parecer, surge en ese momento la pregunta que nos acompaña hasta hoy.

Es curioso, y algo funesto, que en los Libros Sagrados previos al Quorán la presencia de los animales aparezca únicamente como elemento decorativo.

En ninguna de aquellas escrituras se menciona el cometido final a aplicar con las especies ajenas al ser humano.

¿ Cómo deshacerse del espanto que representan en ese momento los perros?

Los canes vivos y muertos, capaces ambos de expandir las enfermedades más terribles.

“Tenemos que tomar la espantosa decisión de quemarlos”, fueron las órdenes.

“Incinerar tanto a los vivos como a los muertos”

Fue tal el horror que causó la consigna, que los pobladores hicieron oídos sordos a los aullidos y no desearon apreciar los movimientos reflejos que llevaron a cabo algunos canes mientras eran desollados.

Fueron colocados luego en orden dentro de una pira que se improvisó en lo que supuestamente era el terreno destinado a los desechos de la comunidad.

Es horroroso comprobar cómo algunos pobladores afirman que no existía tal lugar: un vertedero público.

Quizá había uno —pero bautizado de esa manera sólo de forma nominal—, pues Meca en ese entonces podía ser toda ella considerada como un enorme basurero.

Era horripilante apreciar aquella ciudad en condiciones semejantes.

Se trata de un lugar donde infinidad de peregrinos viajan con el fin de dar innumerables vueltas al cubo máximo de oración.

Es tremebundo que a partir de entonces el perro en general, salvo el saluki, fuera visto como animal impuro.

Pero yo ahora, en pleno campo mexicano acompañado de mis galgos españoles, debo tomar alguna decisión. Ya no sólo si es ético practicar el arte de la caza, sino decidir si seguir los preceptos religiosos o no.

Yo en medio del campo practicando el placer oculto de salvar unas vidas a costa del sacrificio de otras. ¿Será más valiosa la vida de una liebre que la de un perro? Lo único que sigue estando presente en mi vida es la pregunta de siempre: ¿Qué hacemos con los animales? Quizá fue el mismo cuestionamiento que llevó al artista Joseph Beuys a encerrarse en un cubo para dictarle lecciones de arte a una liebre muerta. O quizá un impulso similar al que lleva a cientos de cazadores españoles a colgar a sus perros determinado día del año. Por si acaso, el morral donde introduzco a la liebre antes de ser echada a la basura es de color oscuro. No quiero levantar ningún tipo de sospecha y también espero que en la llegada del próximo Ramadán me sea perdonado salir con galgos españoles y no con los salukis que marca el precepto.