Texto: Joaquín Díez-Canedo N
Imágenes: Juan Guzmán, Pia Riverola
Eran casi las ocho de la noche de un lluvioso día de abril, lleno de olor a jacaranda húmeda, cuando unos amigos y yo jugábamos futbol en la unam, intentando practicar para una fallida campaña como equipo serio de una liga de medio pelo del sur de la ciudad. Estábamos en la zona de los frontones de la Ciudad Universitaria, la última frontera del maravilloso proyecto original, entre el anexo de la Facultad de Ingeniería y la muy poco digna Facultad de Contaduría y Administración.
Oscurecía. Los faros ya se habían prendido y su luz cobriza iluminaba como de reojo a los últimos alumnos escurridizos que pasaban por detrás de las porterías que nos servían de blanco. Yo, que de cansado había ofrecido ponerme de portero, fui el único que, en la pausa que me permitió un arranque de inspiración de mi delantera, pudo ver clarito como ese tipo, de estatura-mediana complexión-delgada tez-clara, cruzó el campo de juego como rayo, trepó por uno de los muros inclinados del frontón más cercano y entró con la cabeza por delante a un tubo de diámetro no mayor a, lo juro, 60 centímetros, que se encontraba a, no miento, cuatro metros de altura.
Lo sorprendente de la acción fue, primero, la rapidez y la normalidad del acto, como si esto lo hiciera todos los días, como si de esto se tratara la vida. Luego, por supuesto, que pasados otros tres cuartos de hora en que, resignados por nuestro nulo avance como equipo y cuando nos apresurábamos a juntar nuestras cosas para partir a casa, el tipo aún no hubiera salido. Lo comenté con mis cansados y frustrados coequiperos, pero le restaron importancia, urgidos por salir de ahí lo más pronto posible porque no fuera a ser que llegara alguien de oscuras intenciones. La ironía se contaba sola.
Ya en la regadera, mientras tallaba la mugre de detrás de mis rodillas, no podía dejar de pensar en el tipo, en qué haría ahí metido, qué tan seguido lo hacía, en si había algo ahí dentro que estaba velado para la gente común que nomás echaba la reta o pasaba por ahí para ir a clase. ¿Y si había dentro de los frontones un cuarto secreto? ¿Y si existía una cofradía cortazariana de gente que vivía en ellos y lo que yo había visto era solamente a uno de sus miembros? Lo cierto es que, en el fondo, tampoco me pareció tan raro: los frontones tienen algo de hipnótico, algo de testigo mudo y de cómplice mitológico que atrae a cualquiera que se detenga a mirarlos.
Debo recapitular. Los frontones son cinco: cuatro abiertos y uno, el más grande, cerrado. Se encuentran en la zona deportiva de Ciudad Universitaria, que cierra el conjunto pensado por Mario Pani y Carlos Lazo. Su disposición traza una línea diagonal que conecta la Avenida de los Insurgentes con el Campus Central, unos 1 200 metros de recorrido. El programa, cuando menos el de las cuatro piezas abiertas, es sencillo: un frontón de pelota vasca. (El quinto sirve para más cosas, desde la misma pelota vasca hasta clases de esgrima, salsa y yoga.)
Su particular forma, una media pirámide truncada, deriva de lo poco interesante que serían tres muros altos con contrafuertes en medio de la nada. No: Alberto Arai era mejor arquitecto. A sabiendas de que le habían asignado una tarea probablemente considerada menor al lado de las que llevarían a cabo sus contemporáneos —facultades, institutos, estadios—, Arai puso en práctica toda su cosmogonía para darles carácter a estos monolitos.
De padre japonés y madre mexicana, Arai (1915-1959) viajó por el mundo en su juventud y se empapó de un cosmopolitismo poco común para la época. Hombre moderno en toda regla, este personaje se apegó al funcionalismo como motor ético y estéti-
co de la arquitectura. A partir de ahí conoció al grupo de arquitectos de vanguardia del país, aliándose con ellos y participando de manera práctica y teórica en el desarrollo del Movimiento Moderno en México. Su visión socialista —en 1938 funda la Unión de Arquitectos Socialistas junto con Enrique Yáñez— lo llevaría a pensar en el Hombre (así con mayúsculas) como un ideal utópico, cuya labor en el mundo era la exploración metafísica y el bien espiritual y moral. “El habitante”, decía, “tiene que empezar a domesticar literalmente a su habitación”.
Autodenominado regionalista, en 1949 forma parte del equipo de arquitectos y arqueólogos que exploran las ruinas mayas de Bonampak, experiencia que altera su percepción de la forma arquitectónica de manera profunda. Dice:
…la cultura maya […] representa la cumbre más alta de todo lo producido en el continente americano antes de la llegada del hombre blanco: arte sólido pero refinado, en donde la severidad se confunde con la elegancia y ésta con la expresión de sensualidad de las formas plásticas.
Este enamoramiento por el mundo prehispánico es evidente en los frontones, que muestran una voluntad total de apegarse a la materia —piedra volcánica— y lo que ésta permite como forma —un talud1—. Sin embargo, también es una búsqueda evidente de apelar a un simbolismo ajeno a la misma estructura, lo cual tiene ya tintes de un posmodernismo inocente e inesperado.
1. El ángulo de inclinación de los frontones es igual al ángulo de reposo de la piedra volcánica en estado natural
Lo cierto es que Arai conocía perfectamente la obra de sus contemporáneos europeos, como Mies van der Rohe, Walter Gropius o Le Corbusier, y probablemente de ellos es que sacó todo el impulso social y pulcro de la arquitectura moderna, con todo y su visión moralista del ser humano. Pero preocupado por darle un carácter local a su obra, por intentar apegarse a la “tradición” nacional y buscar algo que fuera “mexicano”, este arquitecto imprimió una volumetría basada en la masividad y el peso para insertar a los frontones dentro de un discurso nacionalista y con miras a un cosmopolitismo latinoamericano.
De los frontones podría decirse que son una reinterpretación de aquellas estructuras mayas que tanto le impresionaran, que son una versión estilizada y moralizada de los templos dedicados a Chac, que sus líneas pulcras buscan estrechar un puente entre Gropius y Kukulkán. Ejemplo de un less is more a la mexicana, los frontones asumen todo el peso de un esfuerzo de sincretismo histórico, una especie de relato universal que logra conjuntar dos tradiciones que tal vez no podían ser equivalentes, pero que se conjugan como un milagro cósmico en su estatismo pétreo. Los frontones, que no tienen más de 70 años, parecen haber pertenecido al sur de la Ciudad de México por siempre. Y es esa capacidad de parecer ruina, de tener un carácter atemporal y al mismo tiempo histórico, lo que le da toda la fuerza a estos monolitos.
Vuelvo un día normal y soleado, fin de semana vacío de gente. Los encuentro ahí, inertes, mudos, esperando a que algo más pase —la vuelta de los mayas, una visita de algún maestro moderno que pueda reivindicarlos—, pero no, no pasa nada. Su destino es quedar ahí como evidencia de un pasado que ya no es más, a la expectativa de un futuro incierto. Volteo y sé que los dejo, pero que cuando quiera podré volver. Les doy la espalda como ellos me la dan a mí.
Al final repaso qué es lo que llevó al misterioso personaje a adentrarse en las entrañas de los frontones aquella noche de abril. Quizá fuera un ansia por cobijarse de la lluvia, quizá una esperanza de encontrar algo en ese túnel. O tal vez simplemente quería estar dentro de esa ruina, estático, al margen de todo.
¿Cuánto tiempo se habrá quedado? A saber.
©Fondo Juan Guzmán, Colecciones Fotográficas Fundación Televisa