Por Manuel Alcalá
El 21 de noviembre de 1962, el presidente Adolfo López Mateos inauguró el Centro Libanés, proclamando una frase que sería plasmada en una placa en la entrada del recinto: “Quien no tenga un amigo libanés, que lo busque”. Más allá de sospechas que ligaran esta frase a mercadotecnia de Telcel, o que un amigo libanés en México podría resultar emparentado con el hombre más rico del mundo, siempre pensé que esta frase sería más apropiada
para el pueblo armenio.
Mi relación con el personaje de Andre Agassi empezó desde que era niño, rodeado por la extensa familia armenia de mi mejor amigo. Las decenas de familiares que se juntaban todos los domingos en su casa a festines de comida árabe, discutían a las diferentes personalidades armenias, cuyos apellidos siempre terminaban en ian, o hijo de. Esto mucho antes de que aparecieran los videos porno de Kim Kardashian o que el Dr. Muerte, Jack Kevorkian, empezara a facilitar suicidios. Para nosotros habían dos fuentes de orgullo armenias: Zildjian, la marca de platillos usada por nuestros bateristas favoritos (de Neil Peart a Tommy Lee), y Andre Agassi.
Pero este último cargaba con una falta que era para mis amigos imposible de ignorar: Mike, el padre de Agassi, un ex boxeador que nació en Irán y emigró a Las Vegas, sustrajo esas últimas tres letras del apellido. Mis amigos armenios sospechaban que lo había hecho para aparentar tener raíces mediterráneas, dado el clima político hacia Irán. Para Mike Agassi, las puertas del paraíso se le abrirían con el tenis, y la gloria olímpica y fortuna que lo eludieron, serían conquistadas por alguno de sus cuatro hijos, todos forzados a comer, hablar y dormir tenis.
Pero el elegido, al que le pegaron una raqueta de ping pong al año de nacer para que empezara a pegarle a todo, fue Andre. Y así su infancia se convirtió en situaciones que oscilaban entre algo escrito por Charles Dickens y David Foster Wallace: la madre cuenta cómo en una ocasión encontró a la abuela paterna de Agassi amamantándolo en la cocina. El padre entrenaba a sus cuatro hijos forzándolos a pegarle a 10 000 pelotas de tenis diario, para lo que había modificado una máquina lanza pelotas por todos temida, apodada el Dragón. Intentó todo para mejorar el juego de sus hijos, incluso llegó a darles anfetaminas antes de cada partido. Andre recuerda que, hasta su último partido, su padre, para animarlo ante su contrincante, le gritaba: “sácale una ampolla en el cerebro”.
Los Agassi eran los Vonn Trapp del tenis en Las Vegas, al abandonar la escuela y el resto del mundo, y perseguir pelotas amarillas por el desierto.
Con un cambio de estrategia después de que los primeros tres hijos no llegaron a nada, Mike Agassi mandó a Andre a los 13 años a vivir a la Academia de Nick Bollettieri en Florida, fábrica de estrellas como las hermanas Williams, Boris Becker y Anna Kournikova, entre muchos. Desde su llegada a esta academia de gladiadores, Bollettieri reconoció el talento nato de Agassi y lo convirtió en su protegido, lanzándolo a los 16 años a competir a nivel profesional.
Agassi fue el heredero de John McEnroe como el personaje del tenis que rompía con la tradición y reglas; su juego tenía más que ver con una imagen que con técnica o estrategia, personificado en el comercial de las cámaras Canon Rebel, donde aparecía saliendo de un Lamborghini blanco para decir “Image is everything”.
Como orgulloso nativo de Las Vegas, Agassi no sólo jugaba el juego, lo vivía. Su entourage en el tour crecía y cambiaba cada año con entrenadores, consejero espiritual, managers, familia y novias con un rango que cubría de Barbara Streisand a Brooke Shields, con quien después se casó y divorció en menos de dos años. Su look para el Abierto de Francia en 1990 detonó un seguimiento fanático y millones en ventas para Nike: shorts de mezclilla con leggings abajo color Hot Lava. Por más que la vieja guardia lo aborreciera, Agassi le inyectó al deporte una nueva vida y una conexión con un nuevo público.
La revelación de Agassi de que durante los 90 consumió metanfetaminas regularmente con amigos en Las Vegas mientras su matrimonio y su carrera se arrastraban por los suelos, no llegó a ser gran escándalo, ya que realmente nunca tocó fondo. Lo que no queda muy claro es el rigor antidoping de la Federación Americana de Tenis, ya que después de reprobar un examen de orina, Agassi logró salir ileso escribiendo una carta en la que explicaba que el consumo había sido accidental, al tomar un refresco con metanfetamina.
Mucho más interesante es la revelación de que la melena larga, esponjada y con rayos y un mullet, por la que la cual morían hombres y mujeres, era no sólo una peluca, sino todo un sistema de pelo sujetado por un paliacate, ganchos y esperanza. A medio partido de la final del Abierto de Francia en 1990, Agassi descubrió con horror que, por usar un acondicionador equivocado, el sistema se colapsaba, y entró en pánico, consciente de que, con cualquier movimiento brusco, la peluca podría caer al suelo. Evidentemente perdió ese partido contra Andrés Gómez en cuatro sets. Cuatro años después, Thomas Muster le sacudió la cabeza en la red y casi se lleva la peluca. Todo esto llegó a un final cuando Brooke Shields lo convenció de dejar la peluca, cortarse el pelo y dignamente aceptar la calva. Su ranking mundial subió, aunque perdió a Nike como patrocinador.
A pesar de todo, es difícil opacar los triunfos de Agassi: ganador de todos los Grand Slams (sólo cuatro personas más han logrado esto), tres Copas Davis, una medalla de oro olímpica y más de 30 millones de dólares en premios, y ser el jugador más viejo de la historia en tener un ranking de #1.
Si uno imagina la historia de Agassi vista desde el punto de vista de sus rivales más grandes, jugadores como Boris Becker o Pete Sampras, ganadores de muchos más partidos, sería algo completamente diferente. Pero ninguno llegó a tener el nivel de fama dentro y fuera de la cancha que Agassi. De Becker se recuerda la semifinal del US Open en 95 en la que, a pesar de que se dedicó a fastidiar a Agassi mandándole besos a Brooke Shields, perdió en cinco sets. De Sampras, a pesar de que perdió ante él muchas más veces de las que ganó, finalmente logró humillarlo en su biografía contando una anécdota de cómo, en una ocasión, sólo le dio un dólar de propina al valet parking. Misma historia que repitió en vivo durante un partido de beneficencia haciéndolo enfurecer, y que quedó registrada en un video con millones de vistas en YouTube.
Al final de su carrera, después de años con la postura de “rebelde”, la generosidad característica de los armenios, por lo menos de los que conozco, se volvió aparente en Agassi, con su fundación y escuela para niños marginados en Las Vegas.
Los mejores años en la carrera de un tenista llegan y se van a una joven edad. Agassi empezó a jugar contra leyendas de otra generación como Jimmy Connors, Ivan Lendl y John McEnroe, y continuó jugando mientras que los grandes de su generación dejaban el deporte: Chang, Courier, Becker o Sampras.
La genialidad de Agassi fue permanecer en juego por más de 20 años, del #1, al 141 y de vuelta al primer lugar al final de su carrera. Paso de ser el escuincle indómito con un mohawk azul, aretes y pants, a un hombre respetado en el deporte, casado con la Fräulein Forehand, Steffi Graf, vestido completamente de blanco, pelón, que se despidió del público llorando al retirarse del tenis en 2008.
En mi última conversación sobre Agassi con mis amigos armenios en torno a su biografía, no fueron las drogas ni la peluca lo que los escandalizó. Fue una transgresión que no se perdona fácilmente en la cultura armenia: el hecho de que habla muy mal de su padre, de que lo pone como un monstruo que nunca le preguntó si realmente quería jugar tenis, en vez del genio que lo hizo la leyenda que es hoy.