Texto e ilustración: Mauricio García
Por cualesquiera razón inexplicable que se haya metido en tu cabeza, llámese enfermedad u obsesión, has decido cometer un acto inusitado, que va en contra de las normas dictadas por la sociedad, tu familia, la decencia, e incluso la razón: practicas rugby. Y como miembro de un grupo de 45 personas que representan a un equipo local uruguayo, te encuentras sobrevolando la cordillera de los Andes, cuando un error de los pilotos —navegación a estima— los lleva a estrellar la aeronave en que viajas a 4,200 metros del nivel del mar. Podría sonar como un remake de Lost: Snowpiercer. Pero no, no es ni remotamente divertido.
Doce de tus compañeros mueren en el choque; 27 lo harán en los próximos ocho días. Así, tú y el resto empiezan a discutir lo que nadie quiere discutir, pero finalmente, sucumbiendo al entorno, el frío, la falta de víveres, la falta de ayuda, la desesperanza, deciden un día de octubre de 1972 que la única opción para sobrevivir es ingerir partes de los cuerpos de los difuntos (tus amigos de escuela y compañeros de clase).
A tal altitud, las necesidades calóricas del cuerpo son astronómicas... estábamos sucumbiendo de hambre, sin esperanza de hallar comida, pero nuestra hambre creció tan vorazmente que nos poníamos a buscar de cualquier forma... una y otra vez inspeccionábamos el fuselaje en búsqueda de moronas y sobras. Intentamos comer pedazos de cuero de las piezas de equipaje, sabiendo que los químicos con los que fueron tratados nos harían mayor mal que bien. Desgarrábamos los sillones para encontrar paja, pero sólo encontrábamos espuma incomible... Una y otra vez llegábamos a la misma conclusión: a menos que quisiéramos comernos las prendas que vestíamos, no había nada más ahí que aluminio, plástico, hielo y piedras.
Ésta es la versión “aceptable” del acto de comer una persona al otro, o bien sus restos, aprobada por la sociedad, nacida por extrema necesidad y satisfecha con aflicción. El repudio la justifica ante la moral. Los supervivientes más católicos se justificaron ante sí mismos citando a Juan 15:13: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.
Mas existen otras relaciones, rechazadas en general, provocadas por las marcas imborrables (generalmente fatales) entre el que acepta la sustancia del otro, y el que es comido. Deseo. Ritualismo. Sometimiento. Canibalismo simbólico. Y quizá la menos comprendida de todas: entrega, autosacrificio.
¿Qué nos aterra tanto de la carne humana? ¿Repulsión animal, conciencia, ética? Etimológicamente hablando (y qué manera tan a gusto de hablar, por cierto) el sacrificio es el acto de hacer sagrado: la apoteosis del cuerpo, su sacralización, y el paroxismo del abandono carnal, dentro de otro. Qué intercambio podría ser más íntimo, o permisivo, que la ingesta humana. ¿Está la curiosidad permitida? El fin de los límites del yo, aquellos que son realmente físicos, no sociales, implica abrir la puerta al temor (realidad) de que son inestables, fácilmente profanados.
Issei Sagawa fue víctima toda su vida de dos complejos: el primero de inferioridad por su liliputense tamaño; el postrero una fantasía compulsiva por comer y ser comido por otras personas. En su infancia jugaba con su hermano a ser secuestrados por un ogro gigante —su tío Matsuo—, y el juego terminaba invariablemente con el ogro comiéndose al par de infantes. En la adolescencia se volvió retraído, y contrajo una obsesión (como la tuya por el rugby) por algunos personajes de las grandes novelas europeas, mujeres pálidas y más imponentes que él, aquella protagonista semejante en su mente a un “ángel”. Algunos años después su interés lo llevó a estudiar un posgrado en literatura inglesa en la Sorbonne. Será por su tío Mitsuo, por su nacimiento prematuro, por estar rodeado de mujeres que correspondían con sus fantasías angelicales, o porque esos japoneses sí están muy locos, el punto es que la noche del 11 de junio de 1981 (un jueves, como hoy) Sagawa disparó al cuello de Renée Hartevelt, compañera de escuela a quien invitó a su casa con el pretexto de traducir poesía.
Tras desmayarse un instante al caer Reneé en la alfombra, procedió a desnudar el cadáver mientras su sala se encharcaba en sangre. Una lucha entre el deseo primal y la repulsión racional por sus propios actos prosiguió, pero bien sabemos cuál de dichas fuerzas tiende a ganar. Haciendo uso de un cuchillo de cocina, empezó a rebanar partes de sus nalgas, atravesando lo que describió en su momento como “una amarilla y espesa capa de tejido grasoso” hasta la carne roja que ansiaba. Empezó a masticar pedazos de carne al tiempo que cortaba porciones de sus pantorrillas, consumiéndolas en el momento. Perdido en su éxtasis, Sagawa notó que tenía una erección, y empezó a violar el cadáver.
Una vez culminado el acto regresó a su plan original: llevó el cuerpo a la bañera, donde con el mismo cuchillo cercenó sus piernas, brazos y cabeza. Posteriormente rebanó más partes de sus pantorrillas y nalgas, mismas que guardó para consumir posteriormente, y rebanó uno de los senos con la misma intención, pero se halló asqueado de su composición —“un bulto revuelto de grasa”— y cambió de idea. Por dos días comió las porciones que había guardado, cocinándolas con sal, mostaza y pimienta, aunque las encontró duras y difíciles de masticar a pesar de sus intentos por ablandarla. Mientras más consumía de la carne de Hartevelt, mayor grado de excitación encontraba, y no podía parar de consumir mayores porciones de ésta. Tenía 32 años de edad.
Hoy de 59 años, Sagawa es una celebridad venida a menos en Japón, donde fue deportado por incompetencia de las autoridades francesas y problemas jurídicos entre ambas naciones. No pisó la cárcel un solo día en su país natal, pero pasó cinco años por voluntad propia en un asilo psiquiátrico, y hoy se declara un hombre cuerdo. Tiene en su haber numerosos libros y libretos, es pintor y aparecía cotidianamente en programas de televisión noventeros y revistas como invitado o narrador.
Sagawa acepta que nunca ha dejado de tener fantasías sobre comerse a otras mujeres, y probablemente nunca dejará de hacerlo, y la única razón por la que escapó a un juicio en Francia es que el magistrado Louis Bruguière dictaminó que cualquier persona preparada para matar y posteriormente comerse a una persona no podría, en su parecer, estar más que completamente insana. Sin embargo, Sagawa no presenta las características de un psicópata, a saber: ser alguien incapaz de sentir culpa, empatía o arrepentimiento por los actos cometidos, o al menos así lo indican numerosos exámenes a los que se ha sometido.
La culpa y remordimiento que ha acarreado hacen de Sagawa un reflejo dual de la condición humana: puede verse como un criminal capaz de actos barbáricos, o al contrario, se puede encontrar a la víctima de sus propios impulsos, de traumas acarreados toda una vida. Prevalecen a la vez el erudito y el animal impulsivo. No lo hace más sencillo la inutilidad del sistema legal que evitó su condena, aunque él mismo dice desde su pobreza actual que ser forzado a ganarse la vida mientras es reconocido públicamente como asesino y caníbal ha sido un castigo terrible.
Su víctima, Renée Hartevelt —de quien lo peor que podrías hacer es buscar imágenes en Google—, fue seleccionada por su origen, belleza y estatura: características que Sagawa quería incorporar en sí, en sus propias palabras, “absorber su energía”. Si te parece una manera anómala de pensar, considera el siguiente pasaje, consagrado por millones de personas cada domingo:
[…] Comenzaron a disputar acaloradamente entre sí:
“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”
“Ciertamente les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre ni beben su sangre, no tienen realmente vida. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él.”
Este pasaje que nos recuerda al mencionado Juan 15:13 hace hincapié en lo insertada que se encuentra en nuestra tradición judeocristiana la idea de antropofagia como autosacrificio, de su sacralización. Y bien, si quieres pensar en algo aun más extraño dentro de esa misma línea, piensa en Armin Meiwes.
Después de dos años de postear en foros de internet buscando un compañero que le diera su consentimiento para devorarlo, y tras rechazar a más de 200 individuos (!) Meiwes finalmente encontró en el remoto año de 2001 a su compañero ideal de juego: Bernd-Jurgen Brandes.
Tras una primera reunión y la firma de un consentimiento escrito (hombre previsor vale por dos), en 2002 Brandes viajó a Rotemburgo para llevar a cabo el acuerdo. Una vez listo, Meiwes comenzó cortándole los genitales a su comillas-víctima-se cierran comillas, para después comerlos entre los dos. Después Meiwes administró un sedante a Brandes, lo apuñaló a muerte y lo cortó en pedazos que guardó en su nevera, para ser consumidos a lo largo de varios meses. El hecho permaneció “impune” por espacio de un año, hasta que un estudiante se encontró conposts online donde Meiwes alardeaba de sus actos (el chiste se cuenta solo).
Finalmente, en 2003 Meiwes fue arrestado, aunque complicaciones legales surgieron a lo largo del caso. Primeramente, no existe en el código penal alemán el cargo de caníbalismo. El código, además, se rige por la máxime Nulla poena sine lege; no hay castigo si no hay ley. La fiscalía demandaba cadena perpetua bajo el cargo de asesinato, mientras la defensa alegaba suicidio asistido, con una sentencia de seis meses a cinco años.
Meiwes podría haber sido sentenciado por asesinato bajo la legislación alemana sólo si se hubiera probado que el asesinato se cometió para obtener gratificación sexual; sin embargo, la corte llegó a la conclusión de que el asesinato fue cometido renuentemente y que Meiwes sólo sintió excitación al momento de cortar y consumir partes del cuerpo de Brandes, así como cuando revivía la experiencia en el video que grabó de dichos actos.
Poco después, la Suprema Corte anuló el veredicto y redireccionó el caso a la corte de distrito en Frankfurt, donde fue condenado a cadena perpetua por homicidio. En ambos juicios, la examinación psiquiátrica diagnosticó a Meiwes con perversión sexual, desorden fetichista de personalidad y extrema desviación emocional. Sin embargo, ni la aceptación de la gravedad de sus actos ni su poder de voluntad fueron afectados significativamente mientras cometía el crimen. Y la pregunta más importante debería ser: ¿y qué hay del poder de voluntad y aceptación de Brandes? Una persona que aceptó voluntariamente ser cercenada, asesinada y consumida por otro individuo, a quien escribió:
Hola Franky,
Gracias por tu correo. Realmente me excitas. Por favor mándame el borrador del acuerdo que mencionaste y las fotografías. El invierno con una temperatura de entre 5 y 10 grados bajo cero es un buen clima para la matanza. Es genial estar desnudo y atado en un clima como ese cuando me lleves al matadero. Donde me apelmazarás y yo colapsaré. Entonces me cuelgas, ahogándome, y me cortas mi arteria carótida. Sangre caliente empieza a fluir. Todo marcha de acuerdo con lo planeado. No tengo oportunidad alguna de escapar de mi matanza en el último momento. Es realmente excitante, la sensación de estar a tu merced en tu posesión (sic). Tener que entregar mi carne. Tomas posesión de mis pantorrillas firmes y mi trasero, las sientes otra vez y me sonríes mientras dices: “Esta carne no será desperdiciada”. Es increíble estar frente a ti, rasurado y atado, contigo afilando el cuchillo, yo llegando al extremo y tú diciendo: “Todo acabara rápida e indoloramente”.
Existe el reporte de que un primer compañero de Meiwes fue liberado de sus ataduras cuando éste cambió súbitamente de opinión y se arrepintió de morir. Podemos entonces asumir que el caso de Brandes fue distinto, dando su consentimiento de manera total; si murió debió ser porque así lo quería, con la finalidad de cumplir su mayor fantasía: ser engullido por otro.
Dos hombres en completo acuerdo y planeación de su propio fin, ¿es de tomarse como un acto incivilizado? Sería como decir que morir por un ideal, un desorden o una obligación tienen mayor validez que por el deseo, sexual or otherwise, estigmatizado e incomprendido (quizá por ser tan profundamente egoísta), y ciertamente el carácter “incivilizado” del canibalismo ha dado pie una y otra vez en la historia para desacreditar una cultura a otra, sin importar lo falsas que puedan ser las acusaciones (por lo general: completamente).
La etimología, rápida, para quitárnosla de encima; uno de esos datos siempre anecdóticos y nunca bien recordados: cuando Cristóbal Colón llegó a las costas de Cuba, vino a enterarse de la existencia de una tribu a quienes en un malentendido se les consideró antropófagos. Eran conocidos como carib, canibes camballi, o bien caníbales.
Los primeros caníbales, pero no los últimos; tú escoge el continente y seguramente alguna cultura habrá sido incriminada de comehombres: de África abundan reportes infundados de misioneros sacrificados (check); de América, habitantes pintados en las cortes europeas como una raza de caníbales, sodomitas, perversos y sadistas, llamados aztecas (check); de Oceanía los maori, cuya tradición de limpiar los huesos de sus difuntos hirviéndolos en calderas fue interpretada como preparación para su consumo (check and mate).
De europeos, mis favoritos incluyen: una delegación portuguesa que al llegar a China fueron acusados por la nobleza de caníbales y asesinos de niños; los soldados alemanes acusados en la Primera Guerra Mundial de comerse los senos de las mujeres croatas, mientras que en Alemania los soldados croatas eran acusados de cocinar pasteles de bebés serbios y dárselos de comer a sus madres, y por mucho éste: los exploradores colonizadores considerados por los locales de Zambia como vampiros y caníbales. ¿La prueba definitiva? Carne seca de una compañía europea con la imagen de un bebé africano en su etiqueta.
Contradictoriamente, y a pesar de lo expresado aquí y allá —un twist inesperado siempre es bien recibido al final—, si bien las prácticas de canibalismo ritual no tienen pruebas definitivas en la historia documentada del ser humano, todos somos herederos de primates antropófagos.
Existen casos documentados de 75 especies de mamíferos que comen individuos de su misma especie. De estos, 15 son primates, a los que se les atribuye razones de necesidad nutricional (eufemismo para hambruna), estrategias reproductivas o sobrepoblación. En el caso de nuestros antecesores inmediatos, humanos ya, no se puede conjeturar sobre sus razones claramente; lo único seguro es que un estudio reciente en más de 2,000 individuos de todo el mundo arrojó pruebas de la presencia de anticuerpos contra enfermedades neurodegenerativas debido a un prion heredado desde tiempos arcaicos, un prion transmitido por la ingestión de tejidos cerebrales de personas difuntas.
El equipo de la University College London sugiere que dichos anticuerpos fueron generados evolutivamente debido al consumo de carne humana en la prehistoria: su ingesta es una de las razones por las que dicha patología puede presentarse. Es decir, en nosotros llevamos una marca de nuestros propios ancestros consumiendo cotidianamente a… nuestros propios ancestros, volviéndonos lo que somos, quienes somos.
¿Es el deseo de comer a otro o ser comido tan extraordinario? O se haya más ligado a nuestra naturaleza de lo que queremos admitir. Bien hace mención Platón en su República que ciertos deseos permanecen en el poliforme hombre perverso; particularmente al dormir uno se halla completamente liberado de todo sentimiento de pena y de razón: “bajo aquellas condiciones, una persona comería cualquier cosa, inclusive carne humana”. La dinámica entre los individuos provocada por esta acción es tan fuerte que, aun sin reparar en ello, siempre nos estamos refiriendo a la antropofagia para definir nuestras interacciones.
No sólo traemos el vestigio del canibalismo en los genes, sino que está también asociado con la manera en que adoptamos el mundo: el primer contacto que tenemos entre individuos sucede ingiriendo la sustancia del otro en su vientre; desde ese punto nos acompaña a lo largo de nuestra vida a través de sus representaciones simbólicas; la felación y el cunnilingus, la ingesta de semen y fluidos vaginales, sangre, mierda, orina o saliva, tú decides. Y bueno, más allá de coprófagos y hematófagos, nuestro contacto con el otro y la función oral encuentra su manifestación en nuestra manera de comunicarnos, y se halla en verbalizaciones lingüisticas: “comerle el sexo”, “comer a besos”, “ve y come mierda”. Comer y ser comido es una de las formas simbólicas que los individuos tienen para definir sus relaciones semánticamente.
Además de nuestro inconsciente colectivo, la cultura, como el sistema de símbolos y significantes que estructuramos a semejanza de nuestro interior, se encuentra plagado de la misma manera con asociaciones al canibalismo: Cronos devorando a sus hijos, Tántalo y su castigo, el mencionado Jesús Cristo y las versiones beta de su metanarrativa: Osiris, Dioniso, Mitra.
El primer contacto que tenemos con cualquier individuo sucede a través de la ingestión: la lactancia materna es la integración del otro en nuestro interior, el impulso oral como primer atisbo de una comunión que estaremos anhelando el resto de nuestras vidas, el fin de la barrera ilusoria del uno, anhelo legado de nuestra inmemorial historia evolutiva que tomó su forma original en la fagocitosis. Junto con la función visual, la función canibalista-oral es el modo primario de adopción del mundo. El proyecto del ser totalizante, que busca albergar en su interior el resto de la existencia, antes de desaparecer.
Existe tallado en piedra al interior de la tumba de Unis, último faraón de la dinastía V, un himno conformado por dos hechizos en que se lleva a cabo una degustación divina, es decir, el faraón sublima su poder consumiendo al resto del panteón divino hasta alcanzar su optimum optimorum, convirtiéndose en el poder último englobado por todos los horizontes posibles, hasta que entra en un ciclo de eternidad.
En la parte final del llamado Himno Caníbal, el faraón se transforma en el principio de la creación, emergiendo del huevo primordial, velando sobre todo el campo divino. Volviéndose más viejo que lo más viejo:
Los dones de Faraón no le serán quitados.
Ya que él ha engullido el conocimiento de cada Dios.
La vida de Faraón es eterna repetición.
Su límite es la infinita eternidad. […]
Es él quien se haya en los límites del horizonte,
por siempre y para siempre.