GABINETE
LA COCINA DEL FUTURO

Marinetti y las manías futuristas por lo que comemos, del Pollo Fiat al Soylent

Texto: Mario Ballesteros

Imágenes: Archivo

Turín. 28 de diciembre de 1930. Aparece por primera vez, publicado en la Gazzetta del Popolo, el Manifesto della cucina futurista. Firman Luigi Colombo Fillìa y el también autor delManifesto del futurismo (1909), Filippo Tommaso Marinetti. Lanzado como provocación culinaria, el texto causa furor e indignación en Italia, donde la cocina es un asunto de fervor casi religioso. En esta ocasión, los futuristas lanzan sus proclamas en contra del elemento más sagrado del recetario —y quizá la identidad— nacional: la pasta.

Para los futuristas, el arte debía ser una experiencia vigorizante, disruptiva y hasta cierto punto violenta. Conocidos por sus proclamas estrafalarias y alborotos públicos que no pocas veces terminaban en peleas a puño limpio, Marinetti y sus secuaces buscaban —a través del escándalo, la indignación y el cabreo— cambiar de manera radical la vida cotidiana y acabar con usos y costumbres anquilosados, de esos que abundaban en países tradicionales y poco avanzados, como Italia. ¿Qué mejor que la cocina italiana como ejemplo de arraigo y tradición en un rito de la vida diaria?

Para los futuristas, la comida era un condicionante cultural básico. “Se piensa, se sueña y se obra según aquello que se bebe y se come”, afirmaban. La cocina futurista deseaba “crear finalmente una armonía entre el paladar de los hombres y su vida de hoy y de mañana”. En este sentido, la pastasciutta era un obstáculo natural que encarnaba perfectamente el pasatismo —uno de tantos neologismos acuñados por los futuristas que se refería a la perpetuación del pasado, el inmovilismo cultural italiano al que durante décadas se habían opuesto—. Echando mano de cierta licencia poética y apoyándose en investigaciones pseudocientíficas —muy en la línea de sus coqueteos con el fascismo y en sintonía con las distorsionadas ideas de progreso y avance de las teorías higienistas y eugenicistas que estuvieron en boga por aquella época, en plena Gran Depresión— los futuristas argumentaban que la pasta era pesada y embrutecedora, poco nutritiva, una amenaza dietética que convertía al italiano promedio en un ser “cúbico, torpe, rechoncho, de una compacidad opaca y ciega”.

En cambio, Marinetti buscaba “modificar radicalmente la alimentación de nuestra raza, fortificándola, dinamizándola y espiritualizándola con novísimas viandas en las cuales la experiencia, la inteligencia y la fantasía sustituyan económicamente a la cantidad, la banalidad, la repetición y el costo”. La cocina futurista se disponía a propagar a través de la comida los principios de dinamismo y belicismo que regían las convicciones y acciones artísticas del grupo, un régimen alimenticio “para una vida cada vez más aérea y veloz”, reflejo de una época de aeroplanos, industrialización acelerada y sacudidas políticas, económicas y culturales. Extrañamente, para Marinetti el ataque a la pasta era una forma de reconquistar las glorias nacionales promoviendo una dieta “más viril, más patriótica, más adecuada para luchadores y héroes”, además de liberar a Italia de la necesidad de importar trigo, y revertir la balanza de la eterna lucha geográfica entre el sur subdesarrollado —tierra de palurdos come-macarrones napolitanos— y el norte industrializado, más asiduo al risotto.

En su cruzada antipasta, Marinetti abogaba también por el triunfo de la ciencia sobre la tradición, de la fórmula sintética depurada sobre la complicada y desordenada carga histórica de un conocimiento colectivo, artesanal, tácito, heredado y refinado a través de generaciones. La cocina futurista hacía alarde de la sapiencia y los avances modernos aplicados a la nutrición. “Invitamos a la química al deber de dar al cuerpo las calorías necesarias mediante equivalentes nutritivos gratuitos de estado en polvo o píldoras, compuestos albuminosos, grasas sintéticas y vitaminas”. La glorificación maquinista tan característica de los futuristas se derivaba en una cocina repleta de accesorios extraños: molinos coloidales, lámparas ultravioleta, autoclaves, electrolizadores e indicadores.

Más allá del postureo científico, la cocina futurista tenía su lado de humor irritante, que pocos pescaron en su momento. Junto con la violencia iconoclasta, defendía la voluptuosidad y el hedonismo. Para los futuristas, comer también debería ser experiencia estética, buscando la “abolición del cotidianismo mediocrista en los placeres del paladar”. Los futuristas querían acabar con el disfrute burgués —civilizado, contenido e hipócrita— transformando el acto de comer a través de ejercicios estéticos y carnales. “Nervios. Pasión. Gozo de los labios. Todo el cielo en las narices. Chasquear de lenguas. Contener la respiración para no echar a perder un sabor cincelado.”

Estas máximas descritas en el Manifesto y recopiladas algunos años después en un libro/recetario titulado simplemente La cocina futurista1,  se pusieron en práctica en un buen número de banquetes futuristas (aeropranzi futuristi) que abandonaban cualquier forma de etiqueta y buenas maneras junto con los accesorios típicos de la mesa —los cubiertos estaban estrictamente prohibidos— a favor de extraños desplantes sibaritas. Comer debía ser una acción sensual trascendental, que “alimenta los ojos y excita la fantasía antes de tentar los labios”. Los platillos que se servían en estos banquetes representaban un desafío tanto para las convenciones sociales como para las papilas gustativas: por ejemplo, el Carneplástico (una albóndiga de ternera en forma cilíndrica, rellena de 11 variedades de verduras y encapsulado con miel), el Pollo Fiat (rostizado con un relleno de esferas metálicas, servido con crema batida), el Cerdo Excitado (un trozo de salami cocido en café espresso y perfumado con eau de cologne —servido en posición vertical, por supuesto), y el Helado Simultáneo (de crema de vainilla y dados de cebolla cruda).

A pesar de todo su estruendo bombástico, los excesos y extrañas coreografías culinarias de recetario futurista no suenan hoy del todo descabellados. De hecho, se parecen a los experimentos de la gastronomía molecular de finales de los 90 y principios de los dosmiles, con sus cocinas que funcionan como taller/laboratorio, y esos menús de sesiones experienciales maratónicas de ingesta de “espuma de humo”, “helado de curry”, “caviar esférico de melón” y otros menjunjes servidos con jeringuilla. La cocina molecular parece surgir de ese mismo impulso básico de la insatisfacción con el estado original imperfecto de cualquier ingrediente desde un punto de vista gastronómico. Ni los animales ni las plantas están hechos para ser muertos, cocinados e ingeridos (más bien lo contrario: son lo que son para sobrevivir, crecer, propagarse), así que hay que reducirlos a sus elementos primarios digeribles, deconstruirlos y reestructurarlos, entendiéndolos exclusivamente como parte de una experiencia gastronómica.

Curiosamente, ese mismo impulso de destrucción y reconstrucción —de abstracción— es el principio que rige la economía de la producción industrial moderna de alimentos en masa, cristalizado como en ninguna otra parte en la infame y asquerosa pasta rosada (pink slime) que con sorprendente eficacia económica esconde horrores y crueldades indecibles empanizadas dentro de un McNugget. Un impulso que se ha refinado a tal grado que más pronto que tarde estaremos comprando carne crecida in vitro en el supermercado online de confianza, o generando un platillo de diseño algorítmico de autor en nuestra impresora de comida 3D (un hornito Easy-Bake, en esteroides).

Sin siquiera ir tan lejos, el espíritu de la cocina futurista se percibe en algunos patrones extremos del comer que se han vuelto absolutamente comunes en nuestros días; las fobias y los desórdenes alimenticios que forman parte de esa obsesión contemporánea del control y autodiseño corporal, una especie de fascismo pop. De entre las últimas tendencias en alimentos imitación, suplementos nutricionales y dietas extremas, quizá la que más resuena con sus antecedentes futuristas sea el Soylent2,  un superalimento de diseño calculado cuyos fanáticos proclaman como “el fin de la comida”. Soylent es una fórmula en polvo que se mezcla con agua para hacer una malteada beige que cubre precisamente, sin carencia ni exceso, los requerimientos nutricionales de cada usuario, de acuerdo con su constitución y actividad física. Soylent quiere liberar al individuo del dispendio innecesario que implica alimentarse, del tiempo y la energía que se gasta no sólo en conseguir, preparar y procesar internamente los alimentos, sino también en todo el ritual ineficiente de cocinar y compartir la mesa.

Marinetti estaría orgulloso.

1 Trad. Guido Filippi, Gedisa, Barcelona, 1985.

2 El nombre viene de Soylent Green, una película de serie B de 1973 estelarizada por Charlton Heston, donde en un futuro distópico de sobrepoblación y crisis alimentaria las personas comen unas galletitas verdes que resultan ser carne humana.