GABINETE
RÉQUIEM POR LA MAMÁ DE BAMBI

Texto: Daniel Varela

Imágenes: HSS

En fechas recientes, derivado probablemente de una hipersensible conciencia “ambiental”, la caza ha ocupado un espacio destacado en los medios masivos de comunicación. Desde el rey Juan Carlos I de España hasta la cantante mexicana Lucero o un tal Walter James Palmer, dentista estadounidense (quien recientemente cazó a Cecil, el león insignia de Zimbaue), por mencionar algunos, han dado muerte a algún animal con motivos deportivos —y aparecido por ello en innumerables revistas, noticiarios, posts de Facebook y tuits en todo el mundo—. El denominador común de estos y otros casos ha sido un rechazo tajante y generalizado.

Adornar un muro con las cabezas de los animales ya no significa de manera necesaria solvencia económica, espíritu romántico y aventurero, arrojo y valentía; podría reflejar más bien cierto conservadurismo, muchos complejos, mal gusto y fanfarronería.

Desde luego, matar por deporte parece una insensatez. ¿Qué adulto en su sano juicio disfruta dispararle a un animal generalmente indefenso? Por más argumentos que puedan esgrimir los entusiastas —agudización de los sentidos: vista, oído, olfato, tacto; un ejercicio de concentración; un contacto único con la naturaleza; un atisbo de lo sagrado; la sensación incomparable de cercanía con la muerte; el resurgimento de un sentimiento atávico inherente a nuestra especie, o en el peor de los casos, quienes lo ejercen como un síntoma de machismo y suponen quizá que seducen a sus hembras con la pura mención de la escopeta— no deja de implicar la muerte innecesaria de un ser vivo en condiciones profundamente  asimétricas: matar un venado no supone ningún riesgo en términos de enfrentamiento.

Hace ya bastante tiempo que la cacería dejó de ser un derecho natural y una actividad necesaria para la supervivencia humana; ahora se habla de cacería deportiva o actividad cinegética, que nada tiene que ver con la obtención de alimentos para vivir. Se trata de un pasatiempo y, en ciertos casos, también de una actividad que se asocia en general con poder adquisitivo y con virilidad, si acaso (aunque no faltan las mujeres que la practican con inusitada alegría).

Puede ser injusto, pero cuando imagino una pared con cabezas de animales colgadas como trofeos, no puedo dejar de voltear hacia otras partes de esa habitación imaginaria para buscar ceniceros hechos con manos de gorilas, bancos de pata de elefante o cuernos de rinocerontes que murieron para dar vigor y potencia sexual a la vida de sus verdugos.

Son pocos los casos en México y más aún fuera del ámbito rural, en donde la cacería tiene una finalidad alimenticia o incluso gastronómica, como sí sucede, en cuanto a lo culinario, en Europa y las temporadas de caza, en las que algunos restaurantes se sincronizan e incorporan en su menú los animales de temporada, lo que responde a una tradición firmemente arraigada. Sin embargo, en nuestro país abundan los cazadores que no hacen nada con la presa. La matan y, en el mejor de los casos, se la regalan al chofer, al guía o a quien se encuentren en el camino de regreso. O peor aún, tiran todo del animal y no conservan más que la piel y la cabeza, para la referida afición de disecarlos y presumirlos.

Los argumentos en contra, además, contienen el peso de la ética en relación con el sufrimiento que puede causar esta actividad. Cuando todo “sale bien” y en beneficio del cazador y de la propia presa, esta muere con el primer disparo; en otros casos, el animal resulta herido, y el deporte consiste en ir tras sus huellas. En algunos más, la bestia lastimada escapa para morir horas, días o incluso semanas después, tras una agonía tan absurda como dolorosa.

La ciencia, que desafortunadamente es lenta en la masificación de sus hallazgos, está generando argumentos inapelables en contra de, por ejemplo, el cautiverio de animales, evidenciando el sufrimiento que éstos padecen en condiciones de encierro. Lo mismo ocurre en la cacería, en la que, por ejemplo, podemos citar el caso de lobos y gansos, que se caracterizan por ser especies monógamas de por vida. Aquí la caza resulta aun más devastadora y deriva en una pérdida total de la progenie, un corte de tajo en el flujo genético, y por lo tanto, en el empobrecimiento de las especies. Otra imagen inquietante es la muerte del macho en una manada de venados, que queda detrás del grupo pues está protegiendo a las hembras cuando el cazador los acecha y el animal presiente la amenaza.

Para quienes la cacería resulta fascinante, el principal argumento a favor tiene que ver con que incluirla en el marco legal supone ventajas cuantiosas para la conservación de especies y de sus hábitats, con una importante derrama económica. Y por más increíble que se escuche, eso también es completamente cierto. La cacería, por paradójico que suene, es hoy una de las mejores aliadas para la conservación de especies en peligro. Por supuesto, sólo bajo el cumplimiento del marco regulatorio.

En México, desde la publicación de la Ley General de Vida Silvestre(el 3 de julio de 2000), se estableció un modelo de protección, conservación y recuperación de especies a través de la implementación del Programa de Conservación de la Vida Silvestre y Diversificación Productiva en el Sector Rural (pcvs), cuyo eje fundamental es la operación del Sistema de Unidades de Manejo para la Conservación de Vida Silvestre (suma), que son espacios en los que se promueven esquemas de producción alternativos, compatibles con la conservación.

Un ejemplo representativo de estos esquemas es el caso del borrego cimarrón, que estuvo en peligro de extinción debido a la caza indiscriminada que persistía en los años 60 y 70; ahora está en franca recuperación, con 5 660 ejemplares en libertad y 3 700 en confinamientos autorizados. En la actualidad operan 113 uma de aprovechamiento sustentable de la especie.

La cacería deportiva en nuestro país está contemplada en esta ley. Alguien que quiera practicarla, debe contar con una licencia y apegarse a las épocas permitidas para hacerlo (artículo 94 de la lgvs y 112 de su reglamento); además, deberá conseguir una autorización. El número de permisos para la cacería es determinado por cada uma y por la dgvs, y depende de estudios en los que se seleccionan ejemplares machos con mayor longevidad para dar paso a nuevos sementales; los permisos se subastan y alcanzan precios de hasta 200 000 dólares —al año se subastan alrededor de siete ejemplares—. De acuerdo con la semarnat, las ganancias se invierten en la preservación de la especie, además de que se impulsan actividades productivas en las comunidades que comparten territorio con el borrego cimarrón (lo que permite, a su vez, que éstas se interesen también en su preservación, y en la conservación de su hábitat, generando un círculo virtuoso).

En África, el turismo cinegético se considera uno de los principales atractivos en varios países del continente. Además, se supone que la cacería de trofeos repercute de manera contundente en el desarrollo de las comunidades aledañas a los territorios de caza, y contribuye a la conservación de la vida silvestre. Por desgracia, la realidad es otra: cifras del Consejo Internacional de Cacería y Conservación de Vida Silvestre estiman que apenas 3% de las ganancias de esta actividad llegan a las comunidades; en cuanto a la conservación de fauna nativa, mueren alrededor de 30 mil elefantes al año, y quedan sólo 15 mil leones en comparación con los 200 mil que había hace 30 años, por mencionar un par de ejemplos. En este caso, la cacería furtiva y el tráfico ilegal de marfil, cuernos de rinoceronte o partes de otros animales, están mermando de manera significativa las poblaciones, ante la impotencia de muchos gobiernos y organizaciones que sólo contemplan la extinción de sus grandes especies.

Al parecer, el ser humano es cazador por excelencia; la humanidad necesita trofeos. Podría pensarse también que la satisfacción de matar a un animal es inestimable; recordemos las palabras de Sabrina Corgatelli, fan de esta actividad, quien publicó sus trofeos en defensa de su connacional James Palmer: “¡No puedo estar más feliz! La emoción que siento luego de matarla es un sentimiento que nunca olvidaré”, escribió Corgatelli junto a la fotografía que la muestra al lado del cuerpo de una jirafa. Aun así, ¿es justificable la muerte de un ser vivo para este regocijo? La respuesta no es sencilla, y el debate que genera tardará todavía muchos años en apagarse. Para quienes estamos en contra de la cacería, las ideas de crueldad, sufrimiento y muerte animal relacionadas con esta práctica son elementos suficientes para nuestra reacción airada con la sola mención de su nombre; sin embargo, no puede negarse que una práctica cinética regulada, controlada de manera adecuada, resulta crucial para la recuperación de algunas especies, el mantenimiento de sus hábitats y las mejoras en las condiciones de vida de los pobladores humanos que se encuentran en estos territorios.