Texto:Nicolás Cabral
Ilustraciones:Rodrigo Tovar
Colgado en uno de los muros del lugar, un dibujo señala el despiece, las partes del animal que, evidentemente, responden a nombres distintos según el país, si bien el carnicero, acostumbrado a una clientela de procedencia diversa, sabe obtener un vacío, una picaña, un asado de tira, sin que uno tenga que hablarle del centro de falda, de la parte trasera del lomo, de la costilla. Los nombres de los cortes tienen razones, pero el vacío es el más enigmático. Vienen a la mente unos versos de Eduardo Milán: “varió el vacío / la palabra / imprecisa de siempre busca precisión / he ahí su tránsito” (Vacío, nombre de una carne, el título del libro).
Suena música y, mientras salo la carne, recuerdo ese extraño fenómeno: las vacas se relajan y producen más leche si oyen a Mozart, aunque hay las que prefieren a Beethoven, se dice. Pensar que se trata de un animal musical tiene un impacto en el ánimo carnívoro, pero la ciencia salva: se trata de efectos neuroquímicos en el cerebro. Leí en alguna parte que ganaderos españoles, incluso, han encontrado la composición ideal: el Concierto para flauta y arpa en Do mayor. ¿Será la que usan también los criadores de Wagyu? Lo que inquieta, más incluso que el nombre vacíopara nombrar al centro de falda, es el comentario de un ganadero madrileño: “La vaca es tontorrona por naturaleza, pero muy agradecida. Si le das confort, se muestra más predispuesta a colaborar”. Una última pizca de sal de grano.
Encender el fuego, sin aditivos, en una suerte de actitud purista que a veces prolonga por demasiados minutos la aparición de la brasa, en la que también interviene la calidad del carbón. La carne reposa en una bandeja, inerte, sangrante, y hay días en los que me pregunto si hago bien, si es justo comerla, pero las dudas se disipan cuando, colocadas sobre la parrilla, las piezas comienzan a humear, a impregnar el ambiente con su olor. Diez mil años junto a ellas, nacidas de la domesticación del uro salvaje, pintadas en las rocas por los primeros artistas, devoradas desde siempre. Ahora somos tantos y comemos tanto (sumados) que el metano de sus flatulencias está ayudando a crear una filial del infierno en la Tierra. El humo de la tira de asado me ciega, la grasa arde al gotear sobre las brasas, a la distancia debe emular un incendio. Lo olvidaré todo cuando el cuchillo aparte la carne del hueso. Ay, Visnú, obséquiame el perdón.
El estatuto del toro es distinto del de la vaca: de un lado, mitología y muerte ritual; del otro, mirada condescendiente y muerte productiva. La vaca, su piel registrada pacientemente por Abbas Kiarostami, esa piel que pisamos o que nos cubre, separada del animal que la portaba. O la que Augusto Monterroso mira desde el tren: “yo acababa de ver alejarse lentamente a la orilla del camino una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras
completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha”. Pueden tener, sin embargo, un final trágico, lejos de nuestros estómagos, como Serpentina, arrastrada por el río en un cuento de Juan Rulfo. Pueden adquirir, también, la condición de paisaje viviente, como en The Cows de Lydia Davis, que las observa con atención: “Sólo porque están tan quietas, su actitud parece filosófica”. Pero, ¿y la vaca de la que salió la carne que descansa en mi plato? Nacimiento, vida y muerte en cautiverio, con posibles momentos de goce, al pastar. Sin la experiencia de Mozart, probablemente.
Sabemos que otros animales, de mar y de tierra, pueden participar, ser cocidos e ingeridos, pero en el asado reina la res, su carne y sus vísceras. Heredé el ritual de mi padre, porque él lo heredó de su padre (que, supongo, lo heredó de su padre). Allá en el sur, donde hay muchas vacas en largas extensiones de tierra plana donde la hierba crece con desdén: la pampa. Las novelas de Juan José Saer casi siempre incluyen un asado, y en su ensayo El río sin orillas escribe: “El asado reconcilia a los argentinos con sus orígenes y les da la ilusión de continuidad histórica y cultural”. En esa tradición hay algunas normas, como la de guardarse de opinar sobre el modo de cocinar lo que se abrasa sobre el carbón crepitante. El asador gobierna, cual tirano, lo que ocurre en su parrilla. Agradece la compañía, la copa de vino extendida, el apetito del invitado, pero no las lecciones. Ay de aquel que ose tomar el trinche ajeno.
Recuerdo la imagen, afuera de un mercado: un camión frigorífico del que colgaban medias reses, como dispuestas en el cuadro de Francis Bacon, Figura con carne. Para el pintor el tema es la carne: humana, canina, vacuna. Un materialismo radical, que encuentra en el animal segmentado algo más que muerte: “hay una enorme belleza en el color de la carne”. Cuelgan del gancho las reses y junto a ellas, de vez en cuando, algún mafioso con mala suerte (piénsese en Buenos muchachos de Martin Scorsese). Lo cierto es que vi esos monumentales pedazos de vaca y no los asocié a la muerte: fantaseé con una parrilla inmensa donde pudieran asarse íntegros. Humea la carne, la ropa se impregna de grasa, el asado de tira, que comenzó antes su cocción, está listo: los huesos ya sobresalen. Pronto seguirán su camino hacia los platos el vacío y la picaña.
La vaca está siempre con nosotros, no sólo partida en el plato, caliente, sangrando, sino recubriendo nuestros pies, sosteniendo nuestros pantalones, protegiéndonos del frío, albergando nuestros objetos. Varias piezas del artista-empresario Damien Hirst presentan vitrinas que exhiben al animal en su integridad o segmentado, inmerso en formol, con un aire que remite a Bacon. Ahí está, para el espectador, una mirada transversal de lo que lanzamos a la parrilla, sin remordimientos. Pero la carne, esa carne que ahora rebano para servirla, que exhibe su color rosáceo en el centro, también suena. Quien frecuenta las carnicerías conoce el timbre, pero nada prepara para “Clara”, una de las canciones de The Drift, el disco de Scott Walker, que integra a su instrumentación el golpeo de un pedazo de res. Unas palmadas al vacío.
Vacas, vacas por todas partes. En mis pies, en mi estómago, en un poema: “Amo los espasmos. Súbitamente la superficie / del mundo es de hielo y yo soy una magnífica / patinadora rodando y girando por todos los duros Pacíficos y Atlánticos”. Son versos de Jo Shapcott en “The Mad Cow Talks Back”, de Her Book. Encefalopatía espongiforme bovina, más de dos millones de reses sacrificadas tan solo en el Reino Unido. En este continente, por ahora, ninguna. Hay vacas, no sé si cuerdas, pastando. Muchas terminan su trayectoria en nuestros platos, muy pocas oyeron a Mozart. El vino corre y nuevas piezas de carne se cuecen en la parrilla. No podemos, no queremos evitarlo. La belleza del color de la carne. El olor que nos llega desde el asador. Y un sabor que nos obnubila cuando se dan las condiciones. Oh, vaca, tu corazón late en nuestros músculos.