Por: Maira Colín
El hedonismo que existe en el acto de comer es incuestionable. Desde los manuales para el buen comportamiento en la mesa que se empezaron a publicar por allá del siglo xvii hasta las películas como La gran comilona o El festín de Babette, podemos pensar que comer se ha convertido en un acto que va más allá de la supervivencia: se trata de un rito, de una acción pausada, de un acto socialmente seleccionado y estructurado en el que el placer se ve exacerbado, en donde es posible construir un vicio.
Comer da la posibilidad de poner en el entorno social lo emocional, lo sensorial; es capaz de convertir en lúdico casi cualquier tema (inclusive la política). En lo últimos años hemos visto evolucionar la comida a pasos agigantados: los chefs ocupan un lugar importante en la cultura pop e invaden las pantallas de tele con reality shows que a veces rayan en lo absurdo (la atención absoluta en una competencia sobre sabores y cocciones que jamás habremos de probar, pero que nos tienen al filo de la silla porque un otro, en este caso, los jueces, califica el acto creativo y el desempeño culinario de quienes participan en dichos programas). Ahora se han convertido enrock stars que promueven su nuevos restaurantes. Las estrellas Michelin ya no son una referencia culterana que sólo se discute en las mesas de gente con mucho dinero, y los mercados son ahora centros de convenciones en los que se venden más pambazos de pulpo y menos tacos de barbacoa hidalguense.
Pues bien, en este auge del mundo culinario uno puede pensar en participar del carácter festivo y liberador que implica la orgía de olores y sabores que puede uno encontrar en cada restaurante, pero la experiencia no siempre es placentera. Hay momentos en los que, como en La gran comilona, en estos centros del placer también se puede respirar un aroma a muerte. Un inesperado y violento acto puede irrumpir en medio de una cena perfecta hasta convertirla en una experiencia gourmet del caos.
Un 15 de abril de 1931 en el restaurante Nuevo Villa Tammara en Nueva York, Lucky Luciano —discípulo de Joe Masseria, uno de los más grandes capos de la mafia neoyorquina— come junto con su jefe, quien es un siciliano de poca monta en términos físicos, apenas alcanza el 1.65, aspecto desgarbado. Con un inglés casi incomprensible y una pinta que en nada recordaba a un gran jefe de la mafia: “le salía la barriga bajo el chaleco medio abierto. Llevaba el cuello desabrochado y la corbata aflojada. Una de las mangas de su camisa estaba abotonada en los ojales equivocados”, diría de él Joe Bonnano, jefe de una de las cinco familias mafiosas de Nueva York.
Si embargo, Masseria era un tipo contundente, sanguinario y estratégico, y le tenía sin cuidado que sus colegas pensaran que no tenía el porte suficiente para ostentar el lugar que ocupaba.
Pues bien, ahí están maestro y alumno compartiendo un grasiento plato de espaguetis con salsa de almejas, una langosta Fra Diavola y una botella de Chianti. Masseria come hasta el hastío. Después propone tirar una jugada de cartas para hacer la digestión. En medio de la partida, Luciano se levanta de la mesa sin decir bien a bien a dónde va. Los guardaespaldas del capo siciliano desaparecen. Sin esperarlo, Masseria es tiroteado seis veces por tres asesinos que entran al restaurante. Su cuerpo cae al piso. Para cuando la policía llega al lugar, en la mano derecha de Masseria hay un as de picas, una carta ganadora que, esta vez, no le ofreció buenas noticias.
Una pareja asiste a cenar a su restaurante favorito: el Vitello en Los Ángeles, una especie detrattoria californiana en donde las pizzas son el platillo estrella. Esposo y esposa casi no hablan; no es que estén molestos el uno con el otro, es que el matrimonio de tantos años los tiene un poco agotados. Los dos son personajes algo particulares: él es un actor en decadencia y ella una estafadora profesional. Para él es su segundo matrimonio y las cosas se han vuelto un poco monótonas. Piden lo mismo de siempre. Él muestra un cierto desdén por ella; a veces llega a ser agresivo, o por lo menos, eso es lo que observan los empleados del restaurante, quienes los veían casi todas las semanas.
Aquella noche, salieron de El Vitello y pidieron el coche; apenas una cuadra después, Robert, que es el nombre de nuestro protagonista, recordó que había dejado en la paquetería la pistola que cargaba siempre con él. Apaga el coche y le dice a Bonny, su esposa, que lo espere, que ha olvidado algo en el restaurante. Cinco minutos después, Robert regresa al coche para descubrir, horrorizado, que su mujer yace muerta en el asiento del copiloto de un tiro en la cabeza.
La calle se llena de policías, el Vitello tiene que cerrar sus puertas por unas horas y Robert Blake, protagonista de la serie Baretta e intérprete de “el hombre misterioso” de Lost Highway, fue arrestado.
Por supuesto, algunos meses después, Blake fue acusado de homicidio y luego absuelto al más puro estilo O. J. Simpson, y Bonny se convirtió, en manos de su esposo, en un comensal postergado a la eternidad.
En México también hemos pasado por momentos sangrientos; mesas llenas de manjares que, sin aviso, se tiñen de sangre. El entrecruzamiento entre el mundo del espectáculo y el narcotráfico ha llegado a un nivel tal que no es de extrañar que, de cuando en cuando, algún famoso termine sus días siniestrado en algún restaurante por un grupo de matones.
Tito Torbellino, nombre artístico con el que se conocía a Tomás Tovar Rascón, era popular por crear e interpretar narcocorridos de alto calibre. Le gustaba inspirarse en hechos reales y pensaba que su trabajo debía enaltecer y no pisar callos de quienes protagonizaban sus canciones. Sin embargo, no todos los capos piensan así, y si eres el ídolo de un miembro importante de un cártel, no puedes apostar a ser el cantante favorito del líder del cártel contrario.
Así, después de una presentación de fin de semana en una “fiesta privada” de la que no se sabe mucho, Tito fue a Ciudad Obregón. Pidió ser llevado al mejor restaurante de la ciudad. Minutos después, estaba sentado con otros dos comensales degustando un suculento dumpling del restaurante oriental Red. Sin esperarlo, un grupo armado entró al lugar y, a quemarropa, propinó seis disparos al cantante de norteña, dejando ilesos a quienes acompañaban al artista.
¡Y qué decir del caso más famoso de conexión entre drogas, comida y espectáculos que el asesinato de Paco Stanley! Se dice que Paco estaba feliz comiendo unos taquitos de pastor en El Charco de las Ranas en Periférico Sur. Platicaba ameno con Jorge Gil, uno de sus colaboradores: dicharachero, como solía ser Paco, hizo algunas bromas mientras las carcajadas le hacían temblar la enorme papada. Bebió el último sorbo de su agua de horchata y se dispuso a pagar la cuenta. Antes de salir del restaurante se lavó las manos. Y justo afuera, mientras lo esperaba su escolta, dos sujetos se aproximaron a la camioneta Lincoln y, sin piedad, dispararon 24 veces sobre el autor de El Gallinazo y sobre su patiño menor. Así, esa tarde del siete de junio de 1999, México veía caer a uno de los grandes creadores de la televisión de entretenimiento Televisa style.
Mucho se ha especulado sobre la muerte de Stanley: que si estaba relacionado con los Carrillo Fuentes y él era uno de los que les permitía tener negociaciones para controlar la plaza de la Ciudad de México; que si tenía una fuerte deuda con narcomenudistas debido a su terrible adicción a la coca y a las mujeres (¿cómo olvidar aquel video en el que vemos a Mayito recoger con presteza una grapita que se le salió de la bolsa del traje?); que si su patiño mayor, Mario Bezares, lo mandó matar porque se andaba dando a su esposa a sus espaldas. En fin, nunca sabremos la verdad, como bien suele pasar con la justicia en México.
La pompa protocolar que incluye el acto de comer no salvó a ninguno de estos famosos de encontrar la muerte en uno de los actos más placenteros de la condición humana. La gracia y devoción con la que nos entregamos a una mesa puesta puede ser, para algunos —como lo constatan estas crónicas— la última vez que se tendrá acceso a lo bueno que ofrece la vida.