Suena la misma música de hace una semana, fue la misma ayer y faltan sólo cinco canciones para que la lista se repita hoy. Sólo hay dos en el iPod. A los jefes no les importa, vienen sólo de vez en cuando. A nosotros ya nos caga.
No habrá mucha gente hoy, nadie reservó una mesa y de todas maneras hay que lavar docenas de sartenes con grasa donde recalientan la comida. Me gusta tallarlas hasta que las manchas negras se vuelven cafés y de pronto desaparecen hasta que sólo es metal; un día quisiera pulir hasta perforarlas, nadie podría reclamar. Hoy no lavaré la freidora; debería, pero lo hará un cocinero como castigo por equivocarse en el servicio. Nos han amenazado con enviarlo a mi puesto y a mí de reemplazarlo en la línea. La idea nos da escalofríos. No quiero ser chef, la mayoría de ellos tampoco; sólo quieren ser famosos y coger. No lo serán, pero ya les lavaron el cerebro. Yo aquí estoy bien por un tiempo. Pagan mal, pero me dan de comer y puedo vender un poco de mota. Estudié Arquitectura y de momento todo lo que puedo hacer es transformar un cerro de cochambre en edificios de trastes limpios y secos. Conozco el menú de memoria, me da asco igual que a los borrachos que dejan casi siempre la mitad de lo que sirven en sus platos. Si dejan comida sin morder, el mesero se la peleará con el runner antes de llegar a mi estación. Son carroñeros. Nunca dejan chupe.
No soy de aquí, tampoco el que estaba antes de mí; ése era guatemalteco. Parece que nadie en este puesto es de esta ciudad, y nadie que lo toma quiere hacerlo por mucho tiempo.
La jefa vino hoy: ya cambiaron la música y corrieron al cocinero castigado. Ahora debo hacer yo su ensalada especial; al final, soy la persona con las manos más limpias de este lugar.
texto e ilustración — Hugo Durán