GABINETE
CASCAJO

Texto: Abraham Cruzvillegas

Ilustraciones: Héctor Ramírez

Para mi querido hermano Daniel Guzmán.

Llámenme testarudo de nuevo: ¿se puede usar como singular una palabra que describe una colectividad? A menos que se hable de la materia como unidad —“el parque popular de Wilmersdorf está hecho de puro escombro” vs. “durante los sismos de 1985 la ciudad fue reducida a escombros”— lo encuentro raro; en cambio, el bellísimo concepto que intitula a estos párrafos infiere una transición, algo definitivamente inacabado, una circunstancia económica particular, un potencial, una condición de clase, la clase trabajadora, que permite concebirlo de manera individual, con nombre y apellido: se recibe cascajo.

El término ruinas refería a sitios que con el tiempo devinieron atractivos para el turismo, ocasionalmente para estudiosos de la arqueología, y que ha arrojado sorprendentes evidencias de nuevas posibilidades de relación entre los seres humanos y las piedras. A un amigo de mi papá le apodaban el Ídolo, y la razón no era que el hombre tuviera una popularidad como la que gozan hoy día actricitas pseudocantantillas y músicos calvos ataviados con chamarras de cuero y pelucas que disimulen su ruinosa alopecia, que se decoran los ojos con rímel y plumas de avechuchos pelados en los hiperpoblados pasillos del mercado de Sonora, para luego balancearse desde trapecios de bajo presupuesto en el Auditorio Nacional, al tiempo que cantan baladitas con letras ñoñas y chabacanas fondeadas con solos heavymetaleros. No, al Ídolo le apodaban así porque su rostro oscuro y hierático, imponente por su tiesura, recordaba a las efigies labradas en roca, veneradas por pueblos precolombinos, como —en su caso— los purépechas, que en particular asumían que su piedra sagrada, la obsidiana, espejo ahumado compartido por diversos grupos mesoamericanos, era dios en la tierra, no una representación, no una alegoría, no una metáfora, no: el tzinapo es dios. Tal roca, tallada con pedernales, tomaba la forma de una pepita de calabaza, y con ella, en una liturgia verdaderamente espantosa y conmovedora, extraían las entrañas —principalmente el hígado, víscera divina— vislumbrando la posibilidad de un futuro pródigo y, sobre todo, soleado. Y el Ídolo efectivamente parecía haber sido ejecutado por un cantero virtuoso, tal vez cuicuilca, como los que miguelángelescamente lograron piezas hermosas por espeluznantes, como la Coatlicue. En un ejercicio de arbitraria solidaridad que no quisiera idealizar a los indios (como ha sucedido perniciosamente en los libros de texto gratuitos y en la manera de recomponer la que se supone que es nuestra historia de contentillo, manteniéndolos para siempre en la más miserable de las inopias), los conquistadores hicieron cascajo no solamente de los ídolos, sino de sus altares y templos, usándolos como viles piedras, a veces de manera involuntariamente genial, como la famosa piedra angular que rige la esquina de las avenidas José María Pino Suárez —personaje emblemático de otro pedazo de escombro de la historia reciente de lo que queda de lo que solía ser una aspiración de llegar a ser un país que podría haberse llamado México— y República de El Salvador, donde ahora hay un museo que antes era un recinto colonial, el Antiguo Palacio de los Condes de Calimaya, y en el que habitó, o tal vez debiera decir pernoctó, el pintor aficionado Joaquín Clausell, un abogado pendenciero protorrevolucionario a quienes sus clientes xochimilcas apodaban Licenciado Gallina, más no por cobarde, sino porque ocasionalmente cobraba en especie a sus campiranos defendidos pro bono. Clausell en algún momento optó por retratar el paisaje, tal vez inspirado por José María Velasco, pero ciertamente por Camille Pisarro, quizá por algún simbolista, de ahí tal vez el aire tantito tenebrista que hubiera florecido, valga la ironía, si hubiera podido describir la capital en el año de nuestro terremoto ochentista. La piedra de marras representa una serpiente, que muy probablemente ocupaba un lugar privilegiado en su sitio original, no su yacimiento obviamente, y si no, al menos una posición importante en la redacción de un mensaje simbólico preciso en términos de su iconografía y en su contexto. En fin, el paisaje no es escombro nunca, tampoco ruina, mucho menos desde el repertorio del colonizador, que ve todo a su alrededor a conveniencia, humano que es. Ya se ha reiterado el papel de los museos como mausoleos, su labor acumulativa de ruinas, donde las cosas dejan de ser lo que eran para —en nombre de ser preservadas y difundidas— volverse vestigios, souvenirs o reliquias de lo que insistimos en llamar cultura como un megalito homogéneo de la producción humana, y que en su diferencia radical, objeto por objeto, determina peculiaridades que afirman no ser ruinas ni escombros. El cascajo trabaja, está vivo, sigue transformándose de acuerdo con necesidades específicas, para siempre sin duda, como afirmaba mi padre: cuando muera, quiero seguir siendo el alimento del gusano que se come la mierda del gusano que se come la mierda del gusano que se come la mierda del gusano que se come la mierda del gusano que se come la mierda del gusano que se come la mierda del gusano que se come la mierda... Como es de todos sabido, abundan en las megalópolis del país pickups hacendosas que recaban materiales para reciclar, recitando desde una grabación que ha cobrado carta de naturalización en el oído del capitalino —al menos— en voz de la señorita, de bellísimo y coherente apellido, María del Mar Terrón, la cantaleta “Se compran colchones, tambores, refrigeradores, lavadoras, microondas, o algo de fierro viejo que vendan”, nunca dice “compro escombros”, “compro chatarra” o “compro basura”: la edad del fierro lleva la discusión al territorio de la experiencia, no al de la estética; estas caravanas anuncian en su afán comercial —caracterizado durante el sexenio del infame, del siniestro Vicente Fox, como Pequeñas y Medianas Empresas, o Pymes, como eufemísticamente siguen siendo recordados todos los denuedos de los emprendedores que son más bien sobrevivientes— la posibilidad y la riqueza del reciclaje que, sin ánimos ecologistas, da fe de una economía paralela sin límites. De estas camionetas me atraen particularmente las que se especializan en el fierro, que muchas de las veces acarrean copetudos manojos de varillas procedentes de demoliciones: el feliz anuncio de que un edificio ha sido destruido, la arquitectura en su debacle, convertida en materia prima de nuevo, esperanzadora, feliz, dura, acerba, cabrona: es cascajo. Muy en cambio, sin tanto capricho también podría llamarse cascajo al desbarajuste en que habitamos hoy día. Somos cascajo, no cascajos, todos juntos, si aceptamos nuestra capacidad vindicativa de renacimiento —que no de resurrección— en las peores circunstancias, afirmando que no hay manera de detener la transformación permanente de las cosas, de la materia otra vez, de la realidad, de nuestra identidad, como manifestaciones de una auténtica y propositiva inestabilidad, no la del momento, no la de la emergencia y el olvido. Fincando su análisis en reflexiones acerca de la necesidad de olvidar, no solamente de recordar, de la memoria que a veces necia impone responsabilidades nefastas sobre sociedades enteras, Ignacio Padilla repasa un catálogo de las muy limitadas versiones que desde el arte se han sucedido alrededor del temblor de 1985 de la ciudad de México, que cuando no son las que idealizan la organización social que se compuso improvisadamente en su momento, a diferencia de la respuesta gubernamental, simplemente se vuelven estetizadas afectaciones —que ni siquiera acaban de ser formalmente consecuentes con el desastre al que refieren— ni de integrar una mirada crítica, justamente sobre una sociedad que no fue capaz de sostener su empoderamiento y su resistencia de entonces ante la reinante corrupción y la inercia de quienes siguen ostentando el poder como gobernantes —del partido político que Ud. guste— poco escrupulosos y mezquinos: una ruina.