GABINETE
Cicatrices de un traslado: Tláloc, el Gulliver de Chapultepec

Texto: Sandra Rozental

Imágenes: Archivo Pedro Ramírez Vázquez  Sandra Rozental y Jesse Lerner   

En la tarde del 16 de abril de 1964 llegó a las calles de la Ciudad de México un nuevo habitante de piedra. Proveniente del pueblo de San Miguel Coatlinchan en el municipio de Texcoco, la enorme figura esculpida en basalto arribó a la entrada del Museo Nacional de Antropología, que estaba entonces en construcción en el bosque de Chapultepec.

Transportada por una plataforma impulsada por dos cabezas de tráiler, la escultura, que representa una deidad acuática prehispánica, venía escoltada de un sonoro cortejo de vehículos, así como innumerables bicicletas y peatones entusiastas. Por si esta algarabía no fuera suficientemente notoria, una lluvia de esas que encharcan las avenidas como para recordar a los habitantes de la capital su pasado lacustre, le dio la cordial bienvenida. Al día siguiente, los titulares de todos los periódicos clamaban: “llegó Tláloc y hubo lluvia” como si el arribo de la escultura a la ciudad y las precipitaciones fueran causa y consecuencia.

En ese momento y con la intervención de los medios, la piedra fue reconocida de manera popular como “Tláloc”, la deidad masculina de la lluvia en el panteón mexica, obviando el debate existente sobre su posible identidad y género desde que se iniciaron las excavaciones que la desenterraron a finales del siglo XIX. Muchos especialistas han insistido en que se trata más bien de Chalchiuhtlicue, la deidad acuática femenina asociada a lagos y ríos. En Coatlinchan se le conoce principalmente como La Piedra de los Tecomates, haciendo referencia a las dos hileras de cuencas esculpidas en sus facciones; como La Señora del Agua y La Diosa del Agua, o simplemente como El Ídolo de Coatlinchan.

La llegada de la efigie a la ciudad marcó profundamente la memoria de sus habitantes: desde los que recuerdan haber ido a ver llegar al Tláloc y su sorpresa ante la pompa y estruendo de las sirenas, y los que observaban entretenidos la coreografía de electricistas que levantaba los cables de los postes que flanqueaban la ruta, hasta aquellos que amanecieron con la noticia del nuevo centinela en el paisaje urbano. La gente rememora datos y cifras que se repitieron incesantemente para celebrar la hazaña de la ingeniería mexicana, “167 toneladas”, “72 llantas”,  y la campaña publicitaria:“el pasado llegó al presente vía Goodrich Euzkadi”.

De igual o mayor importancia fue la coincidente y tremenda tromba que abatió la ciudad. Desde entonces, los capitalinos, especialmente los caricaturistas, aluden a la escultura como una especie de superhéroe nacional cada vez que hay lluvias muy fuertes, inundaciones o una sequía severa. La escultura que hace llover emerge día con día en las visitas guiadas del museo y en los altavoces del Turibus como una leyenda urbana que advierte sobre los poderes modernos de las deidades autóctonas.

Lo que generalmente escapa a la memoria colectiva es la procedencia de la mole y las dificultades que enfrentaron los ingenieros y arquitectos del Estado para extraerla y movilizarla a su flamante residencia urbana. Pocos saben dónde queda Coatlinchan y que la escultura fue durante mucho tiempo parte del territorio de este pueblo a las orillas del lago de Texcoco. Inclusive los que vivieron el traslado se olvidaron de la violencia del 21 de febrero de 1964, cuando la plataforma móvil entró a la cañada para llevarse la figura por primera vez. Pocos recuerdan el intento de sabotaje de los pobladores que cerraron el paso a los tráilers, dañaron los motores y tanques de combustible, y destruyeron la armazón construida para levantar la piedra. No queda rastro del robo de la dinamita por parte de los residentes de Coatlinchan que, supuestamente, pretendían retener o destruir el objeto de deseo. Contadas personas se han aventurado a los terrenos del ejido de Coatlinchan, al paraje de Santa Clara, donde aún queda una herida abierta: un camino ancho y aplanado que va de la carretera Los Reyes-Texcoco a una cañada vacía, un arroyo seco y un agujero topográfico donde antes habitaba una deidad.

Sin embargo, en San Miguel Coatlinchan los pobladores recuerdan claramente tanto el día de la rebelión, como ese 16 de abril cuando contemplaron desde callejuelas y azoteas cómo soldados armados escoltaban a la monumental plataforma, y sobre ella al monolito de rehén.

Como parte de una investigación en torno al traslado, filmé el documental La piedra ausente (2013) en el poblado, junto con el cineasta Jesse Lerner. Mediante la película buscamos mostrar los modos en que los habitantes de Coatlinchan viven la violencia del despojo cada día, contando historias, recordando los tiempos cuando la piedra era una parte íntegra de su paisaje y de su vida cotidiana. En cada casa, en cada patio, en el transporte público e incluso en la plaza principal, aparecen representaciones y réplicas de todos los tamaños que intentan, quizá en vano, llenar el vacío. Para los residentes de este pueblo, cada vez más cerca de la mancha urbana del oriente de la ciudad de México, la piedra ausente es su patrimonio, su propiedad y su herencia. La violencia se aminora con el irreverente humor mexicano: “Bob Esponja”, “King Kong”, “el mono”, pero la herida no cierra. Década tras década, la cicatriz sigue formándose, se expande, se desdibuja y vuelve a aparecer. Como si le hubieran quitado parte de su cuerpo, Coatlinchan se adapta y se ajusta, pero la llaga sigue presente en los recuerdos de sus habitantes y en las marcas tangibles que la ausencia dejó en su territorio.

Puede ver el documental La piedra ausente en la plataforma www.filminlatino.mx