Texto: Isabel Martínez Abascal
Imágenes: Alessandro Arienzo
(Lanza Atelier)
Hace casi 100 años, el filósofo Ortega y Gasset dedicaba una de sus primeras obras críticas a “todo el que tenga la insólita capacidad de sentirse, en plena salud, agonizante y, por lo mismo, dispuesto siempre a renacer”. Ya en pleno siglo xxi lo realmente común es pretender parecer más jóvenes de lo que somos y sentirnos llenos de salud mientras agonizamos, ayudados en muchas ocasiones por las drogas que la industria farmacéutica provee estratégicamente y que los cárteles mueven sin descanso.
Entre tanta pasión por las ideas inéditas, los productos recién salidos al mercado y la juventud eterna e impoluta de las fotografías retocadas, queda sin embargo un reducto para lo viejo, lo mellado y lo agonizante: la ruina. El lugar en el que la decadencia es atractiva.
En una reciente conferencia sobre su proyecto para el Centro de Visitantes de Machu Picchu, los arquitectos peruanos Llonazamora se refirieron varias veces a la grandiosidad de las ruinas incas. De entre el público, una voz inconforme se alzó recriminando. “No se trata de ruinas, sino de restos arqueológicos.” Y es que en nuestra época edulcorada artificialmente, tendemos a buscar eufemismos que privan a las cosas de su esencia. Así lo demuestra toda la serie de productos descremados, descafeinados y desinfectados que el mercado nos ofrece como socialmente correctos. Así como los ejemplos identificados por la aguda mirada del filósofo Slavoj Zizek que dice “¿qué es el sexo virtual sino sexo sin sexo, la doctrina bélica de Colin Powell sin bajas (de nuestro lado, por supuesto) como la guerra sin guerra, la redefinición contemporánea de la política como el arte de la administración de los expertos, que es, como política sin política.” Lo mismo ocurre con nuestro objeto de estudio, las ruinas sin ruinas. El recorrido Yaxchilán-Palenque-Tulum ilustra este proceso progresivo de ajardinamiento de zonas arqueológicas, que habilita estos lugares como áreas turísticas que pueden ser consumidas.
Es cierto que las ruinas han fascinando a la humanidad a lo largo de toda la historia. Inicialmente y como producto de los fenómenos naturales, adquirieron un carácter místico. Eran al fin y al cabo pruebas de los procesos cíclicos de destrucción contro-
lados por la divinidad. Pronto comenzaron a ser consideradas como testigos materiales del propio curso de la historia.
En el siglo XVIII la mirada que se proyecta sobre las ruinas se vuelve extremadamente romántica y colmada de melancolía. La era contemporánea relaciona empero la ruina con la catástrofe más que con lo bucólico. Ya no se trata de fragmentos perdonados por el poder arrasador de la naturaleza, sino de productos instantáneos de la guerra relámpago y el terrorismo internacional o, en un plano más cinematográfico, de las invasiones extraterrestres.
¿Cuál es entonces el verdadero valor de la ruina? La respuesta más literal fue formulada por el arquitecto alemán Albert Speer y no está muy lejos de la famosa frase atribuida erróneamente a James Dean “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver” que formaba parte en realidad del guión de la película de Hollywood, Knock on any door protagonizada por Humphrey Bogart.
La conocida teoría del Ruinenwert (el valor de la ruina) fue desarrollada por Speer, el arquitecto del Tercer Reich, mientras trabajaba en el proyecto de las Olimpiadas de Verano de 1936. Propone que los edificios deben ser proyectados para dejar tras de sí bellas ruinas que perduren indefinidamente en el tiempo. Estos restos transmitirán a las generaciones posteriores la grandeza de una civilización determinada. Aquella arquitectura diseñada con estos parámetros, que se restrinja al uso de piedra y otros materiales naturales sería, en la concepción de Speer, forzosamente grandiosa. Así queda patente en el texto publicado en 1937 Stein statt Eisen (Piedra en lugar de acero) donde a una bella fotografía del Partenón acompaña el comentario: “Los edificios de piedra de la antigüedad demuestran, en su condición actual, la permanencia de los materiales naturales de construcción […] Los milenarios edificios de piedra de los egipcios y los romanos siguen en pie hoy en día como poderosas pruebas arquitectónicas del pasado de las grandes naciones.”
El gusto por las ruinas planeadas se remontaba ya al neoclasicismo inglés con una clara inspiración en los grabados del artista italiano Giambattista Piranesi. Los jardines ingleses del siglo XVII se diseñaban con total deliberación y, al mismo tiempo, con la intención de parecer terrenos naturales vírgenes. El parque inglés romántico incluye una serie de elementos que premeditadamente sorprenden al visitante entre la maleza. Como dispositivo organizador debe haber un lago complementado a su vez por un puente
o un muelle. Los ingredientes top five opcionales son la gruta, el pabellón hexagonal, el pabellón chino y la ruina que reproduce el templo romano o algún elemento de la arquitectura griega clásica.
Estas follies ejemplifican cómo las ruinas no necesitan siquiera un prolongado lapso para convertirse en tales, sino que pueden ser simplemente construidas.
De hecho, la era contemporánea produce ruinas a una asombrosa velocidad: cualquier habitante de una gran ciudad debe estar familiarizado con esta tipología tan heterogénea y su particular encanto. Entre los casos más controvertidos está la señalética para los cementerios nucleares. Es especialmente interesante el ejemplo de Yucca Mountain, la cadena montañosa situada en el estado de Nevada en la que el Departamento de Energía de los Estados Unidos proyectó almacenar residuos altamente radioactivos en capas geológicas profundas en una infraestructura pensada para durar un millón de años. Para evitar que una futura civilización excavase en la zona, se llegó a la conclusión de que se necesitarían señales que perduraran al menos 10,000 años y denotaran la presencia de radiactividad en el interior de la montaña.
El reto de diseñar una ruina lo suficientemente elocuente para transmitir conocimiento científico a personas que hablen un idioma que no aún no conocemos, inauguró el campo de la semiótica nuclear. Antropólogos, físicos, ingenieros y profesionales de muy diversas áreas han trabajado en el asunto desde comienzos de la década de los 80, lidiando con un largo plazo inusitadamente largo.
Si consideramos que la semivida de los isótopos de plutonio utilizados en reactores nucleares (plutonio-239), es de 24,100 años y la historia escrita de la humanidad no supera los 5,000 años, tendremos una idea de que lo delicado del asunto.
Afortunadamente la creatividad de las propuestas presentadas por expertos internacionales augura un futuro lleno de bellas ruinas atómicas. El académico Vilmos Voigt proyectó señales de advertencia en los principales idiomas de nuestro tiempo. A éstas se unirían a lo largo de los siglos, nuevas señales traducidas a las nuevas lenguas mundiales. Stanislaw Lem, conocido autor de ciencia ficción, sugirió poner en orbita satélites que durante miles de años enviasen informaciones nucleares al planeta Tierra. El físico Emil Kowalski recomendó, no obstante, que los lugares de almacenamiento se construyeran de tal manera que las generaciones futuras necesiten una habilidad técnica altísima para llegar hasta los residuos. Las culturas capaces de realizar este tipo de excavaciones serían también capaces de detectar material radiactivo.
El plan de fundar un sacerdocio atómico corresponde al lingüista Thomas Sebeok. Sería una institución cuyos miembros, reemplazados periódicamente, custodiarían el conocimiento de las ubicaciones y los peligros de los desechos radiactivos mediante rituales. Noción algo aterradora, si pensamos en el poder que los sacerdotes nucleares acumularían.
La idea más extraordinaria ha sido tal vez formulada por el escritor francés Françoise Bastide y el semiólogo italiano Paolo Fabbri. Ambos proyectaron la cría de gatos de radiación, asumiendo que la domesticación de estos animales continuará indefinidamente. Los gatos de radiación cambiarían de color al acercarse a las emisiones radiactivas. A través de mitos y cuentos que se insertasen en la conciencia colectiva, la humanidad entendería que un gato de color cambiante es un claro indicador de peligro.
En caso de que todos estos métodos fallasen, el destino del planeta se vería contaminado por una oleada nuclear de proporciones nunca vistas, que dejaría tras de sí la aniquilación total de la especie humana y miles de nuestras ruinas.
Imaginemos al menos que alguna otra forma de vida surgiría después y contemplaría admirada la belleza de nuestro legado de aspecto algo agonizante, pero dispuesto siempre a renacer.