UN CASO PARA TINTíN
Por Gastón García Marinozzi
Tengo un ídolo: se llama Tintín. Es, por si algún despistado no lo sabe, el más valiente reportero que existió jamás. Con el fin de escribir sus notas en Le Petit Vingtième, se enfrentó a todos los peligros del mundo, a las olas más bravías del mar, al Sol mortal del desierto. Viajó al país de los soviets, al Congo, a la Luna. Siguió con su intrépido fox terrier Malú a los traficantes de opio a través de Egipto y la India, para llegar hasta la China. Anduvo un par de veces por Latinoamérica, en San Theodoro, y eso fue lo más cerca que estuvo de México. O acaso podemos decir que estuvo en México: San Theodoro es el país que inventó Hergé para traer a Tintín a esta parte del mundo. En San Theodoro es donde Tintín se encuentra con los “paztecas” en unas pirámides muy similares a las que podemos encontrar en Chichén Itzá.
La imaginación de Hergé parecía inagotable. El genio implacable del dibujante belga podía desatar las ocurrencias más fascinantes e increíbles para llevar a su héroe a cualquier lugar del mundo donde tuviera que desenredar un entuerto. Pero ni siquiera cuando estuvo en la zona maya podría haber imaginado un pleito como el que vivieron los mexicanos hace unos años: un hombre dijo ser el dueño de Chichén Itzá. Y lo era.
Un día los mexicanos se despertaron con la insólita noticia de que esta zona arqueológica de Yucatán tenía un dueño. Uno solo. Un tal señor Hans Jürgen Thies Barbachano.
Un gran caso para Tintín y sus amigos los inspectores Fernández y Hernández. Pero no, nada de imaginación aquí. Un pleito, un conflicto, una sorpresa. Pero nada que una buena cantidad de dólares no pudiera solucionar.
Ese día en el que la mayoría de los mexicanos se enteraron de que Chichén Itzá tenía dueño fue cuando un gran grupo de connacionales, los yucatecos, tuvieron que desembolsar del erario público unos 220 millones de pesos para pagarle al señor Barbachano algo que muchos suponían de todos.
Hans Jürgen Thies Barbachano, mexicano y yucateco a pesar del complejo nominal con el que lo bautizaron, heredó toda esta zona de su abuelo, Fernando Barbachano Gómez Rul, un hombre muy respetado según las crónicas sociales locales. Este había creado un emporio hotelero a partir de la compra de Chichén Itzá que le había hecho al célebre arqueólogo y diplomático gringo Edward Herbert Thompson. Barbachano le compró todo Chichén Itzá y más por 15,000 pesos de la época.
Thompson se hizo conocido a principios del siglo pasado por haber dragado el cenote de Chichén Itzá, pero más conocido es ahora por todo lo que hizo con ello: depredó la zona, vilipendió el patrimonio y traficó ilegalmente con las piezas, joyas, vasijas y esqueletos. Muchas de estas cosas pueden apreciarse en el Museo Peabody en Connecticut.
Edward H. Thompson fue un delirante peligroso. Un personaje que llegó a Yucatán inspirado en las aventuras de un expedicionario del siglo xix, John Lloyd Stephens, quien en 1839 arribó a Yucatán como embajador estadounidense en América Central. Su trabajo echó luz sobre los mayas como nunca se había hecho antes. Llegó a escribir que los monumentos mayas eran la comprobación de la existencia de la Atlántida. Cuanto Thompson leyó esto, puso toda su vida a disposición de un gran sueño: encontrar su propio El Dorado. En Yucatán, Thompson fue amo y señor del viejo mundo. Compró tantos terrenos y haciendas como pudo, incluida Chichén Itzá a un hacendado llamado Juan Sosa, al que le pagó 75 dólares. Con poca técnica arqueológica, pero con ímpetu explorador, llegó a protagonizar los estudios de la época, cuando a los 50 años y luego de varios intentó logró bucear hasta la parte más profunda y oscura del cenote. Allí encontró discos de oro y jade y una teoría que hizo voltear la atención a la comunidad arqueólogica del mundo: los mayas realizaban sacrificios humanos. Pero los descubrimientos del intrépido investigador quedaron empeñados por el expolio que hizo del patrimonio. Se calcula que vendió más de 30,000 piezas mayas.
En 1926 el gobierno mexicano le expropió las tierras por usurpación y mal uso, pero un fallo de la Corte Suprema 20 años después le dio la razón, aunque ya había muerto. Sus herederos le vendieron los terrenos a Barbachano. Las tierras en vasta extensión de más de 60 hectáreas incluyen el templo de Kukulcán, símbolo maya por el alto nivel de dominio de las matemáticas, la geometría y la astronomía; el Cenote Sagrado ya mencionado, y otros espacios no explorados en ese momento. El empresario creó en pocos años un imperio turístico sin precedentes, con una de las ofertas más encantadoras del mundo: desayuno con vista a las pirámides, un recorrido por el cenote, visitas privadas a zonas no descubiertas. Ese turismo, como la Némesis de la arqueología y de la investigación, se adueñó de Chichen Itzá, de su pasado y de su cultura.
En 2010, finalmente, el gobierno de Yucatán le compró los terrenos al nieto de Barbachano por 220 millones de pesos. Ése fue el día en el que medio mundo se enteró de que Chichen Itzá tenía dueño. Una historia increíble. Cara e increíble.
Pero no es el único caso. En México existen más de 39,000 zonas arqueológicas, que se encuentran en terrenos federales, comunales o incluso de propiedad privada. Sin embargo, sólo 173 están abiertas al público, y de éstas, el gobierno federal sólo es dueño de seis: Palenque, Tulum, Teotihuacan, Cacaxtla, Cholula, el Templo Mayor y una parte de Tlatelolco.
En todos los casos, la Ley General de Bienes Nacionales y la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, señala que el patrimonio histórico del país es inalienable, intransferible e imprescriptible; es decir, que los terrenos pueden ser privados, pero el patrimonio no.
La cultura maya fascina en todo el mundo. Grandes artistas como Carlos Fuentes, Federico Fellini o Yukio Mishima se inspiraron en ella para algunas de sus obras. En Chichén Itzá, que en 2015 recibió la visita de más de 3 millones de turistas, hace algunos años acometieron sendos espectáculos tanto Plácido Domingo como Elton John, no tanto por inspiración, sino por contratación.
Durante todo el siglo xx, los descubrimientos arqueológicos en varios lugares del mundo debieron atender no sólo a la investigación y a la historia, sino a la avaricia y a la profanación. El deseo del hombre por resguardar una parte del sueño de los dioses sigue intacto. El deseo por adueñárselo, aun más. Algunos por generación tras generación; otro, al menos por un rato, como la actriz colombiana Sofía Vergara, que para celebrar sus 40 años trajo desde varios países a 100 de sus mejores familiares y amigos. Subió con su novio por algunos de los lugares prohibidos, y en la cima de la pirámide él le propuso matrimonio. Ella dijo que sí. También George Bush Jr. trepó junto al entonces presidente Fox, y lo propio hizo Jennifer López para grabar su video “I’m into You”. Hay muchos casos como estos, pero Tintín nunca estuvo aquí. Nos perdimos una gran historieta. Chichén Itzá es Patrimonio de la Humanidad, título conferido por la UNESCO, y una de las siete nueva maravillas del mundo moderno.