Fin de semana inesperado
texto — Silvestre Melgar
imagen — Archivo
Me encontré a Charlie en una marisquería llena de televisiones, desde la preparatoria que no nos veíamos. Su emoción al verme era casi embarazosa. Había escuchado hace un tiempo que se había casado, divorciado e ido a vivir a casa de sus padres a Cancún. Vivían ahí desde que estudiábamos juntos. Charlie y su hermano vivieron un Risky Business prolongado en el sur de la Ciudad de México. Fingí sorpresa mientras me resumía sus últimos 20 años en 5 minutos. El iba de salida e intercambiamos teléfonos.
A los dos días recibí una llamada suya. Estaba de vuelta en Cancún y me quería enseñar un proyecto que estaba desarrollando con su papá: querían abrir un restaurante orgánico y mezcalería en Chemuyil, muy cerca de Tulum, en una casa que su papá había comprado y que había estado en obra negra por años. Necesitaba ideas de alguien creativo, fue lo que dijo y, al no ser algo tan lejano a mi profesión, acepté.
Me compró un vuelo para el siguiente fin de semana, pasó por mi en un Jeep arreglado como para un rally y fuimos a comer a su casa con sus papás. Vivían en Pok ta Pok, un club de golf junto a la laguna. En la casa no había ningún elemento tropical, ni en la decoración ni en la comida. Milanesas y agua de Jamaica. Al final de la comida sacó una botella de mezcal que aseguraba que era de lo mejor y que soló alguien como yo sabría apreciar. Ya pedones nos subimos a su Jeep y manejamos hacía Chemuyil. Puso un disco de Eddie Vedder tocando ukulele. Era espantoso, pero su emoción y la falta de confianza me obligaron a disimular. Propuso ir a un bar en Tulum y ver el proyecto después.
En la mesa de al lado había unas canadienses bastante guapas a las que Charlie les empezó a enviar mezcales. Me parecía un ligue improbable, pero funcionó. Después de unos mezcales y anécdotas genéricas sobre México y su riqueza holística nos invitaron a su casa. La expedición al terreno de Chemuyil había quedado sepultada en el olvido.
Rentaban una casa con mas amigos. Audre, la más intensa y mística del grupo sacó, un frasco con hongos en miel, unos derrumbes que había traído de San José del Pacífico. Todos comimos. Charlie nunca había probado y, aunque repetía su miedo por quedarse en el viaje, se comió una familia entera. Antes de que le hiciera efecto, tomó ciertas precauciones: dejó su celular y cartera en el Jeep y se arremangó los jeans.
Pasé casi toda la noche dentro la alberca. En ese momento me interesaban las plantas de alrededor y su peculiar tridimensionalidad, me importaba Ramona, la perrita playera embarazada, y mis manos —mis manos era yo, pero también Ramona y las plantas y sus nuevos tallos. Incluso los canadienses eran yo—. Charlie no era yo, menos cuando se metió a la alberca e intento convencer a las chavas de que jugarán caballadas. Y menos cuando acercoó el Jeep a la alberca y volvió a poner a Eddie Vedder mientras jugaba con las luces de halógeno. Terminó solo, rendido en un camastro.
Dejé la alberca y, completamente arrugado, a tientas me fui a tientas hacia la playa. Me quedé viendo al mar por horas, las estrellas y las luces de los barcos se fundían en un horizonte confuso. Al amanecer regresé con los canadienses y el Jeep ya no estaban. Salí a la carretera y tomé un taxi a Pok ta Pok, no había nadie más que las muchachas. Tome mis cosas y me fui al aeropuerto. No he vuelto saber nada de Charlie.