Cuando mueren los centros comerciales
texto — Daniel Bronfman
imagen — Archivo
Debo admitir que los centros comerciales siempre han despertado cierta fascinación en mí. ¿Y en quién no?
Su esencia es privada (el súmmum de la IP), pero su uso es ultrapúblico, desde que abren puertas hasta que las cierran en la noche. Postergando de esa manera el deseo para el día siguiente.
No pertenecen a un género arquitectónico que dé prestigio; más bien lo contrario. Aun así, la mayoría de los arquitectos más reconocidos tienen uno diseñado en su haber. Aunque la mayoría pretende ocultarlo, existen casos tan sonoros como el Galaxy Soho de Zaha Hadid en Pekín, donde Inglaterra premia a la artífice connacional, mientras que China —el país con los centros comerciales más grandes— la acusa de destruir el patrimonio y los tradicionales hutongs de las dinastías pasadas.
Estos complejos de tiendas son lo primero que ven los migrantes cuando cruzan de manera legal —o no— el punto fronterizo más atravesado y transitado del planeta: el de Tijuana-San Isidro.
Tal vez en ello ha radicado su éxito, es decir, en que existe un centro comercial para cada caso. En algunas ciudades son el reemplazo del espacio público. Pueden recibir a toneladas de consumidores o ser lo más exclusivos; destinarse tanto a la población más pudiente en busca del lujo mayor como a la más mediana familia Simpson. Todos saliendo con rostros felices.
Pero cuando dejen de usarse estas estructuras faraónicas, ¿les pasará lo que a las pirámides? Debido a la fuga de tiendas ancla y las ventas en internet, hoy el 3% de los centros comerciales en los Estados Unidos son considerados “Dead Mall”. Y la tendencia va a la alza.
No seré yo quien vaticine su inminente fin, pero si pienso que se trata de ruinas contemporáneas. Y de noche más.