GABINETE
SONIC MOVEMENT

Repensando el sonido de la ciudad

Texto: Fernando Ocaña

Imágenes: cortesía de Fernando Ocaña, James Brooks, Rubén Plascencia Canino, N.Y. Times, Luke Casey, E-boy

Es sensato decir que al ser humano se le dificulta el tema del futuro; que la tensión entre lo que viene y lo que fue a veces simplemente nos supera. Como diseñador de automóviles, nada me hace pensar más en esto que el Horsey Horseless: un vehículo que pretendió, en 1899, satisfacer la histeria de quienes no se sentían preparados para la transición entre la milenaria estética del caballo y una caja con ruedas.

En 2009, la Federación Estadounidense para los Invidentes, apoyada por representantes de otros grupos de peatones vulnerables al automóvil, encargó al presidente Obama la investigación científica del riesgo de atropellamiento por parte de vehículos eléctricos e híbridos. El problema es simple: los coches de gasolina hacen ruido porque ésta explota dentro de su motor; el coche eléctrico funciona como una computadora. Los resultados, publicados en 2010 por la Agencia Nacional de Seguridad Vial (nhtsa), establecen que un peatón tiene 37% más probabilidades de ser atropellado por un automóvil silencioso, que por uno de combustión interna. La probabilidad se eleva a 66% para aquellos que viajan en bicicleta.

Al Pedestrian Safety Enhancement Act, una ley aprobada en 2010 que requerirá a los vehículos silenciosos vendidos a partir de 2020 incorporar un sistema acústico de advertencias peatonales, le siguió una conversación que me recuerda mucho al Horsey Horseless. Audi dice que el automóvil del futuro debería sonar como una nave espacial; Nissan ha empezado una colaboración con un estudio en Hollywood. Las marcas asociadas al clásico sonido de un V8, como Ferrari, buscan la forma de replicar su estruendo. Y hay quienes dicen que deberíamos incorporar el sonido de un Formula Uno.

Por eso empecé Sonic Movement, una colaboración entre artistas sónicos, ingenieros y diseñadores. Para explorar el futuro acústico del automóvil y provocar diálogo alrededor de una pregunta que afectará la vida de miles de millones de personas alrededor del mundo. Porque no podemos dejar que el automóvil del futuro tenga como ringtone el equivalente a un caballo disecado colgado del cofre.

Las primeras décadas del siglo xx vieron a nuestras ciudades dejar atrás el transporte a caballo y saturarse con una cacofonía de sonidos explosivos. En Nueva York, por ejemplo, el creciente número de artículos, organizaciones y manifestaciones que criticaban el ruido provocado por el automóvil, llevaron a Shirley Wynne, comisionada de Salud en 1929, a crear un grupo de investigación para reducir la contaminación acústica. Formada por un grupo de científicos que, en lo personal me recuerdan más al inspector Clouseau de la Pantera Rosa que a un proyecto de investigación, la Noise Abatement Commission se echó a andar con el objetivo de estudiar el panorama acústico urbano y desarrollar políticas públicas que protegieran la salud de los habitantes urbanos, no sólo en Nueva York, sino alrededor del mundo.

De acuerdo con los reportes publicados por The New York Times en 1929, el grupo de expertos recorrió la ciudad durante un año con un camión que incorporaba sofisticados aparatos de grabación, para medir los niveles de contaminación auditiva alrededor de las áreas de construcción, los trenes elevados y los recién conocidos embotellamientos. Tristemente y a pesar de las más de 10,000 observaciones que el grupo documentó, se considera al proyecto un fracaso por haber entregado, en lugar de una propuesta con soluciones estratégicas, un reporte que simplemente leía: “consideramos que un tigre de Bengala podría rugir indefinidamente sin atraer la atención de los peatones de nuestra ciudad”.

La ya preocupante situación del ruido empeoró cuando entró en marcha el proceso de industrialización que siguió a la Primera Guerra Mundial y que obligó a los países involucrados en este conflicto a cambiar la manufactura de armamento por productos de uso doméstico. La dependencia que la economía global tenía en la industria manufacturera impulsó a que urbanistas como Robert Moses, quienes glorificaban al automóvil como un símbolo de modernización y progreso, diseñaran nuestras ciudades con la infraestructura necesaria para acomodar los millones de vehículos que la industria automotriz había planeado comercializar.

Hoy sabemos que el ruido no es el sonido del progreso. De hecho, sabemos que 1 de cada 50 casos de infarto cardiaco están relacionados con la contaminación auditiva provocada por el automóvil. Y que la Organización Mundial de la Salud considera este problema como la segunda causa de enfermedad en zonas urbanas. Se nos hizo fácil glorificar al automóvil eléctrico como un héroe que llegaría para rescatar a nuestras ciudades de su predecesor, una opción de transporte sin humos ni ruidos. Pero la inconveniente letalidad de su silencio nos plantea una pregunta que definirá el futuro de la vida urbana. ¿Cómo debería sonar un automóvil que no tiene sonido?

Para mantener la mayor cantidad de silencio posible, la colaboración que nuestro proyecto hizo con la artista sónica Holly Herndon, plantea un sistema que, a través de bocinas direccionales, se comunica únicamente con aquellos peatones detectados por el radar del vehículo, sin ser escuchado por quienes no se encuentran en la zona de riesgo. Al mismo tiempo, nos interesa que el sonido empleado en esta interacción no se imponga como un elemento ajeno al entorno, sino como parte del mismo. Por eso el proyecto, que fue presentado como una instalación audiovisual en el Frankfurt Motorshow de 2013, propone reflejar el panorama acústico ya existente, con un simple cambio de frecuencia para que el peatón en riesgo lo detecte sin la necesidad de ser molestado con un sonido intrusivo.

Me gusta pensar que el vehículo del futuro pueda tener siempre un sonido único, producido en tiempo real a partir del clima, de la gente que está a su alrededor y de los factores locales de la ciudad en que se encuentra. Me emociona imaginar que un vehículo, al considerar su entorno como referencia paramétrica de sus emisiones acústicas, nos permitiría transformar el embotellamiento del futuro en un acto de sinfonía. Pero lo que sí no me deja dormir es pensar que la intersección entre el automóvil e internet podría abrir nuestros sentidos a la ciudad, para percibirla como nunca lo hemos hecho.

“Desde las descripciones de Hernán Cortés”, escribe Néstor García Canclini en su libro La ciudad de los viajeros, “desde las crónicas de Humboldt, desde la iconografía cinematográfica a las canciones urbanas y el graffiti, la realidad material y simbólica de nuestra ciudad se han convertido en un patrimonio cultural”. La percepción colectiva de nuestro entorno se transforma en nuestra misma identidad. Y nuestras travesías son la forma de acceso a esa percepción.

Al viajar, atravesamos espacios que no conocemos sino desde la distancia y la fugacidad del vehículo que nos traslada. En nuestros trayectos, interactuamos con un conjunto de imaginarios urbanos, con la explosión incesante de hiperdensidad humana, las capas de nuestra sociedad, la arquitectura, las corporaciones, la religión, la incertidumbre. Los viajes metropolitanos nos lanzan más allá de la ciudad física y visible para adentrarnos en símbolos, intercambios e imaginación. En los cruces de automóviles y transporte público, de camiones y peatones, del tráfico y los tragafuegos, ocurren muchos de los encuentros que conforman la identidad individual y colectiva de quienes habitan nuestra ciudad.

Desde esta perspectiva, ¿cómo puede un automóvil funcionar como el punto de interacción entre la infraestructura física, las redes de información y nosotros? Más allá de satisfacer la simple necesidad de movilidad, ¿qué puede ofrecer el trayecto a nuestros sentidos? Si el flâneur de Charles Baudelaire fue el viajero emblemático de la ciudad durante la revolución industrial, ¿cuál sería el equivalente durante la era de la información? ¿Cómo pueden nuestras formas de transporte ayudarnos a reconquistar el sentido de los lugares? ¿Cómo pueden ayudarnos a retener en la memoria el conjunto de interpretaciones urbanas?

En 1889, Claude Debussy, caminando entre los sonidos de la nueva ola de tecnologías industriales, presentadas en la Galería de las Máquinas de la Exposition Universelle de París, escribió: “El siglo de los aeroplanos merece su propia sinfonía”. En 1980, en su discurso de agradecimiento por el Premio Pritzker, Luis Barragán se pronunció en contra de la desaparición de los valores sensoriales en la arquitectura, de la falta de atención por conceptos como el asombro, el encanto, la serenidad, la intimidad, la fascinación y el misterio. Hace poco escuché a Leonard Cohen decir, en una entrevista, que él compone su música pensando en alguien que, a media noche, atraviesa Los Ángeles vacío, al volante de su automóvil.

Quizá el siglo del automóvil eléctrico también merece su propia sinfonía. Quizá podamos utilizar este momento de incertidumbre como una oportunidad para redefinir el panorama acústico de nuestras ciudades e invocar en nuestros viajes el asombro y la fascinación. Quizá encontremos la forma de crear sinfonías que surjan de la

interacción entre nuestro movimiento y la ciudad que nos rodea.