Urbanismos probables
Texto: Keneth Bostock
Imágenes: Archivo
Wanderlust, ese neologismo que le da sentido al nómada moderno, a buscar siempre ese otro lugar escondido, de estar siempre fuera, pero conectado. Esa visión de vivir una vida curatorial. A cierta edad, expectativas de juventud y las aventuras de la niñez, futuros posibles e imaginados se confunden en los hábitos cotidianos. Se mezclan entre rutinas, creando nuevos márgenes en el contexto del presente. Es una especie de revisionismo existencial, mirar atrás para mirar hacia adelante; reexaminamos los hitos de la ambición juvenil y los comparamos con los momentos que nos definen. En este espíritu me trato de colocar, de manera crítica, frente al discurso del movimiento moderno en Arquitectura: siempre un ideal y siempre realidad, siempre futuro y siempre presente.
En esa vaga nostalgia reviso la visión de Chandigarh en Le Corbusier, la belleza ideal en el Jatiyo Sangsad Bhaban de Louis Kahn —el Parlamento Nacional de Bangladesh— la Brasilia heroica de Niemeyer. Gestos monumentales que contrastan con esa otra ambición moderna de conquistar lo ulterior de la naturaleza, los futuros fuera de lugar, los futuros simbolizados por SpaceLab, la nave precursora de la Estación Espacial Internacional (iss), los futuros de una novedad constante. Lo moderno que se dobla en sí mismo. Este doblez es teoría y acto, se revela en la práctica de la arquitectura contemporánea en soliloquios tecnológicos y en cierta extraña nostalgia hipermoderna mal enfocada hacia el movimiento de Arts & Crafts y el manierismo del Art Nouveau.
El modernismo siempre ha tenido una veta utópica, un ánimo de transformación visto como mejora, como resultado siempre en movimiento. Un futurismo asequible, abierto a la posibilidad y exploración. Un bienestar en la simplicidad y en recuperación de la naturaleza —una naturaleza recreada y finalmente artificial—. Un estado de ser entretejido e ilegible por siglos de referencia a un léxico clásico, definido y petrificado, y sobre todo impregnado por la historia de significado. El movimiento moderno avanza en la contradicción; su esencia es proceso y no objetivo, y al mismo tiempo se aleja del objeto. Inclusive la arquitectura del posmodernismo no es más que una manifestación de esta distancia, una repetición tecnológica de lo clásico como lenguaje. Sus tácticas formales se vieron vinculadas de forma artificial a la teoría lingüística y a la corriente filosófica francesa de los 70. En este querer darle significado al proceso, Philip Johnson y Mark Wigley curaron en el MoMA la promoción de una nueva arquitectura alrededor del deconstructivismo de Jacques Derrida. Una exposición que generó un artificio de significado en la práctica arquitectónica.
El aspecto interesante de este matrimonio por conveniencia es el ímpetu de una nueva arquitectura rehabilitada en la expansión de su contexto. Se inscribe como una nueva práctica cultural, como narrativa. La consecuencia es una crítica puramente estética: cualquier cosa que vale la pena ser discutida, cualquier cosa de trascendencia y sentido, tiene que ser única y agradable. Es una revaloración forzada a dividir, a delimitar márgenes, a crear conceptos dentro conceptos hasta que se vea bien, y por consecuencia, a enfocarse en la recuperación de un quehacer repetitivo, y al formalismo. El futuro pasó demasiado pronto. Más importante era darle sentido a lo ecológico en el ahora y marginalizar los hábitats utópicos a la ciencia ficción.
Vivir bajo el agua, en ciudades tecnosustentables, era uno de mis futuros más soñados. Uno que había abandonado después de la propuesta de Johnson, y rescatado últimamente. Son los futuros del pasado. Recuerdo en mi infancia pasar horas copiando ciudades submarinas con palillos de dientes y pegamento; despertar los sábados por la mañana para ver por televisión a Jacques Cousteau, e imaginarme buceando desde el Calypso a esta nuevas ciudades bajo el mar.
Los 70 vieron el desarrollo de una docena de ambientes submarinos que personificaban el sueño de la vida subacuática Inspiraron libros de ciencia ficción y películas de largometraje. Hoy en día quedan sólo tres en los cabos de Florida, operados por el visionario Ian Koblick y su equipo; son usados por la marina de Estados Unidos y la nasa, así como destino de lujo (una moda absolutamente hipermoderna). Los 70 en su espíritu de cambio compartían la fe en lo moderno, una direccionalidad; los 80 vieron este hippismo tecnológico convertirse en Arnie y Terminator. La tecnología tiene su lado oscuro aunque el ambientalismo ofreció una alternativa. Es curioso cómo en las décadas pasadas el idealismo del movimiento ambientalista se ha invertido para convertirse en herramientas de marketing, en una forma de vivir estéticamente. En una hipocresía honesta hacia el avance tecnológico, lo moderno de nuevo reinventándose.
El urbanismo futurista submarino como fue imaginado en los 70 rinde homenaje a las propuestas visionarias de Buckminster Fuller y a la belleza racional y orgánica de la arquitectura del movimiento metabolista japonés. Buckminster Fuller trabajó incansablemente para crear sistemas para un futuro posible, un discurso para ser proyectado en múltiples facetas, contenido en avances tecnológicos de su presente. Fuller diseñó y patento una ciudad submarina anclada al suelo oceánico. Aunque no desarrolló la idea a detalle, soñó con una ciudad metabólica flotante llamada Tritón que podría ser fijada en cualquier lugar del mundo y servir como vivienda para 100,000 personas. No es coincidencia que el domo geodésico se convirtiera en el icono formal de la vivienda submarina, y que incluso los libros de educación científica utilizaran sus magníficas ilustraciones para dar visión a las ciudades bajo el mar. Julio Verne, claro, soñó con humanos que vivían las profundidades marinas, pero Buckminster Fuller creó el icono estructural y formal para representar este nuevo hábitat. Es fácil imaginar alguno de sus diseños hecho en acrílico asentado junto a un arrecife de coral. El domo geodésico es el paradigma del turismo hippie: simple en estructura, complicado en forma. Es un aforismo que a su vez es saga.
La ciudad subacuática representa un ideal de reclusión, donde la estabilidad política y sociológica es consecuencia de un medio ambiente controlado y vinculado a lo sublime en la naturaleza. Un lugar donde la experimentación es una manera de vivir, una utopía de tecnomisticismo donde el ser humano se ve forzado a reconocer el poder de lo natural, evidente en la belleza extraña del fondo del mar. Lo subacuático actúa como una semiótica envolvente. Para los visionarios de los 70, la vida submarina era una visión de un futuro mejor y diferente, pero no ligado a ningún beneficio económico inmediato. La idea de vivir bajo el mar degeneró en una nostalgia futura, como el mito de Atlantis. George Lucas retomó en los 90 el uso del poderoso imaginario de la ciudad submarina para dos solitarios guerreros jedi ayudados por Jar-Jar Binks para organizar la defensa de Naboo en Otoh Gunga.
Como futurólogos abandonados en el fondo del mar, los arquitectos contemporáneos conciben ciudades dentro de ciudades; esta última repetición es la tendencia de generar centros de transporte y aeropuertos como microurbanismos: un espacio definido donde uno espera, compra, come, hace ejercicio y se relaja. Incluso donde se puede planear el siguiente viaje, soñando con una nueva adición a nuestra huella de carbono personal. Medioambientes de consumo.
La arquitectura y el urbanismo no son inmunes a la polarización de valores como tipo de cambio, como interacción socioeconómica. Los nuevos ambientalismos están cambiando constantemente entre gestos formales y ecoindecisión. Sustentabilidad es una herramienta de marketing, sin duda con buenas intenciones. Todo se reduce a una reticencia ecológica, a un discurso autorreferencial. Nuestro mundo de opuestos está inteligentemente disfrazado como un mundo de complemento, como accesorios. Usando de nuevo un film como metáfora, la denostada Waterworld de Kevin Costner es una versión épica de una soledad absoluta a consecuencia de una oscura decadencia tecnológica.
La sustentabilidad es corroboración enmascarada del capitalismo tecnológico mientras trata de distanciarse. No hay contexto más aparente para esta contradicción que la idea de vivir bajo el mar. Una utopía que sólo es posible gracias a un consumismo estético, pero que pretende representar un romanticismo tecnoecológico. El Samsung Smart Things Future Living Report cree que las comunidades subacuáticas serán un lugar común en un futuro cercano. La corporación Shimizu de Japón en colaboración con la Agencia Japonesa de Ciencia y Tecnología y la Universidad de Tokio está desarrollando un hábitat a gran escala para una granja submarina, la Espiral Oceánica.
En ningún lugar esta postura es más evidente que en la capital hipermoderna de nuestro mundo: Dubái. Deep Ocean Technology, una compañía fundada en 2010, ha diseñado un hotel bajo el agua en la costa de los Emiratos que liga el turismo de lujo con la aventura submarina (aunque el primer prototipo fue desarrollado para otro destino de naturaleza simulada, las Maldivas). Los arquitectos detrás del Deep Ocean Technology creen que su concepto —el Water Discus Hotel— es la piedra angular para estructuras más grandes, para un nuevo urbanismo submarino basado en pensamiento modular. Esta modularidad nos vincula a los ideales de Buckminster Fuller, un linaje de ontología tecnológica que define los giros del movimiento moderno. Vivir bajo el mar será otra casilla marcada en nuestra lista de deseos, una vacación estéticamente única, deluxe. En un mundo donde el futuro ya fue, es fácil imaginarse la fantasía de vivir entre arrecifes de coral mientras disfrutamos una hamburguesa de medusas.
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