GABINETE
¿UN FUTURO?

Texto: Nicolás Cabral

Imagen: Reuters

La noticia no llegó a través de los periódicos ni de los noticieros, surgió de la boca de Johnny Rotten el 27 de mayo de 1977, cuando los Sex Pistols lanzaron su segundo sencillo, “God Save the Queen”: No hay futuro. Los punks británicos adoptaron la frase como grito de guerra, y los medios, como ya era costumbre en ese entonces, se apresuraron a asociarla con el espíritu nihilista del movimiento. Pero, ¿y si se trataba meramente de una constatación?

Cinco años antes, la científica ambiental Donella Meadows había explicado en el informe Los límites del crecimiento: “si el actual incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantiene sin variación, alcanzará los límites absolutos de crecimiento en la Tierra durante los próximos cien años”. La propia Meadows certificó en 2012 que, de acuerdo con los datos de su equipo de investigación, esos límites ya habían sido alcanzados. Bastaron cuatro décadas.

Con o sin hombres sobre la Tierra, el tiempo seguirá su marcha. Hay futuro para el movimiento de las galaxias y la aparición de supernovas, pero, ¿lo habrá para la especie humana? Al capital financiero no parece preocuparle la cuestión, como demuestra su voluntad de expandirse y bordear el abismo; mientras tanto, nos esforzamos en crear vida inorgánica e inteligente capaz de arreglárselas en un planeta a la vez candente y anegado. Con suerte, esas máquinas nos recordarán en atardeceres horneados, ante un paisaje de bosques cenicientos.

No sorprende que, en este panorama, la ciencia ficción de las últimas décadas haya adquirido tonalidades oscuras. La imposibilidad de asociar el futuro al progreso, con los avances de la tecnología disociados de la promesa de un mundo mejor (el ciberpunk), ha desterrado a la utopía de nuestra imaginación. Lo que leemos o vemos (en los cines o la pantalla del televisor) son porvenires siniestros, que oscilan entre páramos donde deambulan sobrevivientes solitarios y sociedades de control que nos vuelven indistinguibles de los robots. Es un triunfo irrefutable de la medicina capitalista: nos curó del virus de la esperanza.

La realidad es que nuestro sistema productivo y la sociedad moldeada por él nos han colocado en una situación límite, que al parecer no tenemos ganas de afrontar. En su (desolador) libro Diez mil millones, Stephen Emmott ofrece datos que permiten entender la magnitud del problema. Con “apenas” siete mil millones de humanos, el panorama de la biodiversidad es el que sigue: 41% de los anfibios, 33% de los corales, 25% de los mamíferos y 13% de las aves están en inminente peligro de extinción. A pesar de ello, queremos seguir comiendo como comemos (quienes podemos), pero eso depende de un clima estable con el que ya no contamos: aumenta la temperatura, se alternan las inundaciones y las sequías, y los mantos acuíferos no logran reponer toda el agua que consumimos. Sobre este último punto, alguna información sobre el “agua oculta” de los procesos de producción: una hamburguesa, tres mil litros; un pollo, nueve mil; una barra de chocolate, dos mil setecientos. El chip de cualquiera de los aparatos “inteligentes” que ocupamos gasta aproximadamente 72 mil litros en su fabricación.

Sobre los contaminantes creemos estar mejor informados, pero resulta difícil ser consecuentes: la próxima vez que visite un paraíso ecoturístico, considere que un vuelo medio de largo recorrido consume 100 toneladas de combustible. Los hábitos “verdes” permiten a muchos vivir con la conciencia tranquila, convencidos de que no son parte del problema, pero ni la separación de la basura ni el uso de la bicicleta dejan a nadie fuera de la cuestión: tanto los materiales de desecho como las piezas del vehículo llegaron, muy probablemente, de otra parte del planeta; es decir, contaminaron para alcanzar su destino. Siga pedaleando: las costas del Ártico seguirán retrocediendo 14 metros por año, mientras las capas polares pierden 475 mil millones de toneladas de masa (y liberando metano, un gas de efecto invernadero) en ese lapso. ¿Algún dato adicional? No nos limitemos: los fosfatos, con los que se producen los fertilizantes que permiten alimentar a la población mundial, son un recurso no renovable. ¿Acaso no queríamos comida orgánica? Será la única opción en el futuro… para la minoría que pueda adquirirla mientras una hambruna sin precedentes se extiende por el planeta (y siempre y cuando los hongos patógenos no acaben antes con las cosechas, pero no hace falta ponerse pesimistas).

Frente a los datos duros, las distopías de la ficción contemporánea parecen, incluso, alegres. Seguimos creyendo que alguien encontrará el modo de evitar que nos sumemos a las especies extintas. En ese sentido, un escritor como J. G. Ballard, que en los años 60 describía terribles catástrofes ecológicas (no muy distintas de las que se avecinan, a decir de varios científicos), detectó que el entorno no era lo único que estaba transformándose: nuestra psique se internaba también en nuevos territorios. Para documentar nuestro optimismo, como diría Monsiváis, apuntemos: ante la creciente velocidad de la información y la sobreabundancia de estímulos, nuestro paisaje mental comienza a dar muestras de vivir su propio calentamiento. Déficit de atención, hiperactividad, pérdida del sueño, estrés, ciclotimia, ataques de pánico, farmacodependencia… Autores como Franco Berardi Bifo inscriben estas patologías en una época caracterizada por la experiencia fragmentaria de la realidad y la precariedad afectiva.

De cara a un panorama tan poco alentador, nuestra mirada se ha desviado del porvenir para concentrarse en el presente. Como si el tiempo se hubiera detenido, todas las épocas parecen coexistir en este instante. Basta reparar en el interiorismo contemporáneo: desterrado el impulso modernista, se impone lo vintage, con materiales naturales como protagonistas. Her, la película de Spike Jonze, imagina un futuro de sistemas operativos inteligentes donde las computadoras y el resto de los dispositivos son contenidos por la calidez de la madera. Humanos incapaces de relacionarse con otros se rodean de objetos cada vez más “amigables”.

He aquí una noticia del futuro: tendremos que elegir entre salvar al capitalismo o salvar la vida en la Tierra. Las distopías que pueblan la ficción en esta época tienen dificultades para imaginar lo segundo, como si la catástrofe ya estuviera escrita. Tal vez sea un modo de invitarnos a seguir consumiendo como si no hubiera mañana (si obedecemos, no lo habrá). Las utopías puestas en práctica durante el siglo xx fracasaron, sí, esencialmente porque pretendieron transformar a la sociedad por decreto. Pero hay acaso otras vías, más modestas y a la vez más radicales. Adoptar, por ejemplo, un ritmo propio, ajeno al que marcan la producción y los medios. Renunciar a convertir el tiempo de ocio en tiempo de consumo. Renegar de la idea de que la vida es competencia. El comienzo del viraje está marcado por la pronunciación de dos palabras: NO QUIERO.