Texto: Joaquín Díez-Canedo
Imágenes: Archivo Lubetkin
Londres no tiene nada de europea. Quizá sea porque es muy poco católica como para ser sureña, pachanguera y barroca, pero al mismo tiempo muy poco protestante como para poseer la fría y sobria elegancia que da carácter a las principales ciudades del norte. En cambio, lo que sí es la aferradamente británica y anglicana capital inglesa, es un laberinto pegajoso de terrace houses, todas iguales, y una serie de parques muy verdes que a primera vista son encantadores, pero que al frecuentarlos resultan ser sucios y llenos de caca de ganso.
A Lubetkin se lo fue comiendo el paso del tiempo y la realidad de que el mundo es quizá imposible de cambiar, y fue empujado hacia la ignominia hasta ser recuperado gracias a la nostalgia.
Lo único que rompe con la homogeneidad de los barrios, que se suceden uno detrás del otro en un continuo urbano que se antoja infinito, es algún rancio pub, algún estate1 de posguerra, o alguno de los muchos edificios de departamentos nuevos que esconden, detrás de su pésima ejecución y del brillo de su estética de render, una inmoral burbuja inmobiliaria. Además, salvo en muy contados lugares, la ciudad no tiene plazas duras donde haya breakdanceros, gente-estatua o acordeoneros —típicas escenas de la vie bohème de las urbes europeas— ni cuenta con las manzanas compactas de París, Barcelona o Berlín. Es raro que algo llame la atención en esta ciudad gris, cara y pringosa; que algo rompa con su monotonía cromática y pintoresquismo forzado.
Así, entre los vestigios de un país al que le cuesta un trabajo sobrehumano aceptar cualquier cosa que sea mínimamente refinada —no cutre y sobrevalorada y chafa— encontrarse con un edificio de Berthold Lubetkin es una sorpresa muy bienvenida. Y es que, a diferencia de la mugre de siglos de los London Stocks —los tabiques cafés o amarillentos que sirven de fachada a la gran mayoría de las casas—, los volúmenes limpios y blancos del Lubetkin temprano y los intrincados patrones de los prefabricados de concreto del Lubetkin tardío son un descanso visual y espacial en la generalmente caótica ciudad; un recordatorio de que el Reino Unido no está solo en el mundo y que en algún momento estrechó puentes con la vanguardia continental —ésta sí muy atea—. Esto se debe a que los edificios del arquitecto poseen la rara condición de estar totalmente enraizados en su lugar, pero al mismo tiempo perfectamente conscientes de lo que pasa fuera de ellos, como si sirvieran de intermediarios entre un discurso superior, ajeno y perfeccionista, y la vida cotidiana, aburrida y sin glamour de los habitantes de la ciudad que los alberga. Y quizá el porqué se encuentre en la vida del propio Lubetkin, quien fue al mismo tiempo un convencido utopista y un comprometido partidario de la idea de que el diseño puede mejorar el entorno social y político.
Lubetkin nació en Tiflis, Georgia, en 1901, creció en el seno de una familia judía y vivió su infancia entre San Petersburgo (luego Leningrado) y Moscú. Empezó su educación arquitectónica bajo los cánones clásicos, pero después de la revolución rusa de 1917, el prolífico arquitecto se uniría al grupo de los constructivistas en la escuela Vkhutemas, la Bauhaus soviética, en donde entraría en contacto con personajes de la talla de El Lissitzky, Konstantin Melnikov y Vladimir Tatlin. Y como si vivir en los inicios de la Unión Soviética no fuera suficiente —el recién inaugurado Estado comunista aún prometía un futuro utópico, dinámico y lleno de posibilidades, y a los artistas soviéticos les tocaba darle un rostro a estas promesas—, el joven Lubetkin viajó por toda la Europa de entreguerras (a ciudades como Varsovia; Berlín, donde estudió diseño textil e ingeniería, y París, entonces cuna de la mayoría de las vanguardias y en donde conoció, por decirlo pronto, a todo mundo; por mencionar algunos de los lugares que visitó), empapándose de todos los movimientos artísticos, sociales y políticos de la época.
Los primeros contactos de Lubetkin con el Reino Unido se dieron a finales de los años 20, cuando, comisionado por la Unión Soviética para establecer canales de intercambio de mercancías con Gran Bretaña, el georgiano comenzó a hacer viajes constantes a Londres. Una vez ahí, rápidamente se hizo de contactos dentro de la escuela aa (Architectural Association), el riba (Royal Institute of British Architects) y con clientes privados potenciales. Esto se debe a que, como dice John Allan, Lubetkin llamaba la atención por ser un “extranjero exótico, atractivo, carismático, y con experiencia de primera mano en los acontecimientos de la Europa continental de la década anterior [1920].”2 Por su parte, a Lubetkin le sorprendió que a las islas británicas no hubiese llegado aún la arquitectura moderna. Así, en 1932 y después
de que Stalin estableciera al realismo socialista como la estética de Estado en su natal Unión Soviética, Lubetkin decidió quedarse en el Reino Unido, donde encontró mejor recepción a su trabajo. Entonces fundó la firma Tecton junto con seis egresados de la aa y comenzó su periodo más prolífico en cuanto a cantidad e intensidad de trabajo.
Las primeras comisiones de Tecton incluyeron todo tipo de proyectos, desde pabellones para zoológicos,3 casas privadas, edificios de departamentos e infraestructura pública. Parecido al actual, el Londres de entonces era una ciudad con serios problemas de desigualdad y hacinamiento, y las ideas del socialista utópico serían muy bienvenidas. Proyectos como el Finsbury Health Centre (1935), una clínica de salud pública en el (entonces) empobrecido barrio de Clerkenwell, ofrecían una visión de cómo sería una arquitectura que respondiera a las necesidades de una sociedad más justa y equitativa. Abierto, blanco, luminoso, con capacidad de atender a quien fuera y con una geometría nueva y de ángulos oblicuos, el supersónico Finsbury Health Centre se debe de haber sentido como una bocanada de aire fresco entre sus vecinos de tabique y ventanas pequeñas, no sólo por su forma, sino por su propósito: brindar salud a un barrio sobrepoblado e insalubre.
En el norte de la ciudad, y también de la misma época, se encuentran Highpoint I y II (1932-1938), dos edificios de departamentos —uno al lado del otro—, blancos y de geometrías muy bien definidas, pero no por eso poco interesantes, en donde Lubetkin desarrolló otras ideas. Espacios ajardinados al frente, modernos motor lobbies para recibir a los autos y una altura de ocho plantas, muy poco común para el Londres de la década de 1930, los Highpoints serían aplaudidos por Le Corbusier y rápido dejarían detrás su propósito inicial, ser vivienda social, para convertirse en departamentos para una clase media acomodada. El hilo que une a estos proyectos de entreguerras es un ascetismo absoluto, de formas bien definidas, con estructuras claras, pero no por eso rígidas, donde, cuando es necesario —como en oficinas, consultorios o recámaras—, éstos ofrecen espacios racionales y ortogonales, pero cuando no—como en recepciones, circulaciones exteriores y espacios comunes— se permiten una libertad que recuerda a pinturas de Vasili Kandinski, por ser formas libres sobre un plano. En estas plantas bajas, la geometría es dinámica pero no arbitraria, y las escaleras siempre son un trabajo escultural, imposibles sin la participación del ingeniero Ove Arup. En ellas se aprecia, además, un sincretismo entre la rigidez del funcionalismo —expresado en el uso de una estructura clara y servicios compactos— y mayor libertad formal en los muros que quedaban liberados de su carga estructural, permitiendo espacios amplios y poco rígidos.
El comienzo de la guerra en 1939 puso fin a la bonanza y la sensación de libertad, y el trabajo de Lubetkin se vio fuertemente afectado, pues grandes partes de Londres quedaron arrasadas por los bombardeos. Así, entre la necesidad de reconstruir mucho, rápido y sin dinero —la economía también estaba en ruinas—, los arquitectos de la posguerra se encontraron con la tabula rasa que habían pedido a gritos, pero en condiciones totalmente distintas. Primero con Tecton y luego de su separación, en 1948, por su cuenta, Lubetkin participó en los proyectos de un sinfín de unidades habitacionales, los famosos estates del Estado de bienestar. Los ejemplos más destacados son Spa Green, Bavin Court y Priory Green, en Finsbury, y luego los Dorset, Lakeview y Cranbrook Estates en Bethnal Green, junto con la magnífica torre Sivill House de Columbia Road, conocida por propios y extraños como el Mazinger Z.
De estos trabajos posteriores, realizados entre 1943 y 1965, destaca la atención al diseño de las fachadas, que el mismo Lubetkin concebía como grandes textiles urbanos, en donde balcones, ventanas, muros, estructuras, pasillos y escaleras van generando patrones regulares pero nunca evidentes a simple vista; mientras que en planta, estos estates tienen un dejo claramente clásico, con ejes bien definidos y volúmenes equilibrados. Pero en ellos ya no existe la libertad formal de sus primeros trabajos, y lejos queda la sensación de ruptura con el canon, la transgresión y la propuesta —frente a los volúmenes blancos del Lubetkin temprano, esta nueva etapa, en donde el interés viene más de lo cosmético que de lo radical, es más resignada, como si algo de aquella primera etapa de optimismo hubiera terminado con la guerra, como si la institucionalización de la vanguardia llevara necesariamente a su muerte.
Lo cierto es que la posguerra puso fin al genio creativo de Lubetkin —como tal vez lo hizo con todo el pensamiento utopista de principios del siglo xx—, y esto —junto con su fallido proyecto para la ciudad minera de Peterlee (1950), a las afueras de Durham—, llevaría al georgiano a ir dejando la vida pública poco a poco. Derrotado, Lubetkin decidió mudarse a una granja, y aunque aún realizaría algunos proyectos esporádicos, como los estates mencionados previamente, se retiró definitivamente de la arquitectura después de 1970. En 1982, tras 12 años de silencio, la vida de Lubetkin volvió a ser relevante para la opinión pública al hacerse acreedor a la medalla de oro del riba. Así, este maestro del modernismo logró terminar su vida, en 1990, de vuelta en el debate colectivo.
La historia de Lubetkin conmueve porque es inseparable de la historia de la debacle de la utopía moderna. Lo que empezó como el sueño de un mundo diferente, igualitario y mejor, terminó por ser destruido primero por los regímenes totalitarios, luego por la violentísima guerra que provocaron y finalmente por la institucionalización de sus exponentes más radicales. A Lubetkin se lo fue comiendo el paso del tiempo y la realidad de que el mundo es quizá imposible de cambiar, y fue empujado hacia la ignominia hasta ser recuperado gracias a la nostalgia. Y tal vez por eso sus edificios destacan tanto en el panorama gris del Londres actual, ese panorama de la metrópoli capitalista contemporánea donde no existe la utopía, sino un simple presente, constante, avasallador y destructivo, que no da lugar para ningún tipo de esperanza que no sea la memoria. Probablemente es eso lo que queda encarnado en esos bloques blancos, en esos balcones de geometrías arriesgadas, en esos espacios oblicuos de encuentro colectivo: la promesa de una utopía, de un futuro mejor, que se quedó en el pasado.
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1. Los estates son viviendas multifamiliares.
2. Allan, John; Berthold Lubetkin. Merrell, 2012, pág. 17
3. Quizá la obra más famosa de Lubetkin sea la piscina para pingüinos del Zoológico de Londres, una construcción elíptica compuesta, en el centro, por dos rampas encontradas que giran centrífugamente a su encuentro, y que son toda una proeza constructiva. Se rumora que la editorial Penguin obtuvo la idea de su logo de este curioso pabellón.