Apoteca
texto — L. M. Oliveira
imagen — EGR
Ésta es la historia de un pasón involuntario. Vivía en un departamento pequeño que tenía, contando la de la entrada, cinco puertas, todas de color chocolate. Un día me harté y decidí que el ambiente sería menos pesado si las pintaba de blanco. Llamé al carpintero, Armando, que antes me había hecho un librero. Dijo que no bastaba con una mano de pintura sobre la superficie de las puertas, que se vería la plasta. Y es que como eran de madera, el método adecuado era lijarlas y luego rociarles pintura. Le tomaría dos días. Le di una llave: es fácil confiar en la gente cuando no tienes nada. Lo único de valor era mi computadora, y ésa me la llevaría a la oficina y la dejaría ahí hasta que se fuera Armando.
Cuando terminó la jornada laboral, mis compañeros me invitaron a beber. Acepté, era viernes y siempre es bueno tomarse unas copas; además era quincena y nos habían pagado un bono. Teníamos motivos para celebrar. La cosa es que nos alargamos, del bar nos fuimos a la casa de uno de mis amigos y bebimos de más. Cuando despuntaba el Sol tomé un taxi.
Mi departamento era un desastre, todo estaba lleno de polvo. Claro, olvidé que Armando iba a lijar todas las puertas. Por algún motivo secreto, de esos que ocultan muy bien los borrachos, me dormí en la sala que estaba pegada al comedor, cuando pude ir a mi habitación. Armando llegó y trató de despertarme; no pudo, el único espacio que tenía para rociar las puertas de pintura era ahí donde yo estaba dormido. Como venía de lejos, decidió que no era prudente esperar a que me despertara. Abrió como pudo las pequeñas ventanas de la cocina y de la sala, y lo llenó todo de ese olor penetrante de los solventes y las pinturas.
Desperté y mi cabeza era de concreto, un
dique que ni los huracanes podían mover. Por la ventana veía el cielo, mis pestañas lo surcaban como aviones: abría y cerraba los ojos y el cielo se surcaba. Al poco tiempo descubrí que no eran surcos, mis pestañas movían las nubes. Cerré los ojos por unos segundos y vi las estrellas, es decir, el mismo cielo seguía ahí, pero sin Sol: al abrir y cerrar los ojos podía alternar entre el día y la noche. Una cara, que podría ser la de Armando, pero también la de cualquier guerrero azteca, empezó a flotar como un globo a mi alrededor, con una gran sonrisa. De otro lado llegaba el sonido de un hombre que se deshacía en carcajadas, estaban en dos dimensiones distintas: la del sonido y la de la liviandad. Entendí que podía escoger y me hice liviano; entonces cerré los ojos, se hizo de noche, o más bien vi el cosmos y lo recorrí durante una tranquila eternidad.
De pronto sentí frío. Era de noche y la ventana de la sala estaba abierta. Prendí la luz, el departamento lucía impecable y sus cinco puertas estaban pintadas de blanco. Mi cabeza me dolía como nunca y era evidente que no había más remedio que los días.