INSURRECCIÓN TAPATÍA
texto — Dorothée Dupuis
imagen — ciak
Kraeppellin —Juan José Ávila Aceves es su verdadero nombre— nació en 1948 en el barrio de la Capilla de Jesús en Guadalajara, en el seno de una familia burguesa, de cuyo conformismo buscó escapar toda su vida a través de su producción artística y modo de vida bohemio. “Siempre fui un rebelde”, explicó en su autobiografía: “Mi mamá cuenta que hice un action painting cuando, al nacer mi hermano menor, coloqué pedacitos de caca en cada uno de los barrotes de mi cuna”.
Al morir de cáncer a los 61 años en 2009, familiares y amigos de la escena artística jalisciense se unieron para reconocer la importancia de la carrera de este atípico personaje, cuyas excentricidades, en el fondo, intentaban reunir arte y vida, creatividad y tolerancia hacia los demás, individualismo y comunidad. Aunque no estudió arte de manera formal, se acercó en su juventud a la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guadalajara, donde fue modelo para las clases de dibujo anatómico, lo que lo llevó a ingresar a la comunidad artística tapatía y a realizar sus primeras obras, la mayoría en el campo de la escultura. Este acercamiento al arte de manera autodidacta, así como la idea de ser su propio modelo fueron una constante en la práctica de este artista que definió su estilo en un principio como “naif”, y “dadá” al fin de su vida. En los 80, Kraeppellin —que tomó su nombre de Emil Kraeppellin, uno de los primeros científicos en investigar el cerebro y los mecanismos de la memoria al principio del siglo xx— se enfocó en su producción pictórica (dibujo, pintura, collage), que constituirá hacia su muerte el meollo de su obra plástica. Esta producción enorme que junta en más de 30 años centenas de obras, está ahora cuidada por el Centro de Investigación y Archivo Kraeppellin (ciak) en compañía de miles de objetos de todo tipo coleccionados por el artista durante su vida. La cultura vernácula fue muy importante para Kraeppellin: insufló a su obra de acentos místicos, góticos y muchas veces mórbidos, que establecieron su estilo único, entre figuración libre y abstracción expresionista.
Es memorable el día en que apareció en la galería Magritte en el año de 1983 vestido estrafalariamente y con la cara pintada, con una carriola decorada con luces de navidad en la que, en vez de un niño, había una cabeza de puerco maquillada; una provocación a la sociedad tapatía mocha de la época. Personaje inclasificable, participó a lo largo de su carrera en muchos proyectos artísticos colectivos en la ciudad, sin tampoco afiliarse a ninguno para seguir su inspiración iconoclasta, fuera de los caminos del mainstream.
Su retrospectiva en 2007 en el Museo de las Artes de la UdeG fue crucial para que la gente reconociera la importancia de su obra. Y como dice el curador José Ramón Vázquez, con quien trabajó de manera extensiva a lo largo de su vida: no hay duda de que en los años próximos se realizará la profecía de la Kraeppellinmanía, por fin reconociendo la importancia capital de esta obra icónica para el mundo artístico mexicano.