Empecé a dibujar a los 14 años. Quería ser escritora, pero el cuerpo (el mío) intervino y me cambió la perspectiva sobre el mundo y mi relación entre lo que pasa afuera y lo que sucede adentro. Siempre me gustaron los espacios cerrados, domésticos. La poesía de Emily Dickinson era y es un modelo a seguir.
Entré a la Academia de San Carlos en 1976. Estaba muy interesada en la poesía visual, y algunos años después descubrí el arte correo. Pude colaborar en algunas publicaciones de entonces y tener correspondencia con dos artistas que han sido una enorme influencia en mi trabajo: Ulises Carrión y Edgardo Antonio Vigo. Los dos trabajaron en proyectos editoriales muy complejos que daban cuenta del borramiento entre las distintas disciplinas. Me entusiasmaba porque resonaba con las teorías de los antipsiquiatras sobre la locura como una forma de trazar un territorio de lo prohibido. Con ellos entendí que esos errores que había en mis textos eran formas de trazar un idioma distinto, era nombrar los síntomas de algo que actuaba más allá del lenguaje. No era la única artista tratando de buscar estrategias de trabajo más cercanas a una experiencia femenina, de encontrar la manera de hablar desde ese lo otro que éramos nosotras en ese momento. Pero en mi caso siempre ha sido a través de la relación entre la imagen y el texto. Dibujo y escritura van juntas.
Soy una coleccionista de citas, frases. Me interesa subrayar y copiar fragmentos de los libros que leo. Ése es mi archivo, mis cuadernos. Construcciones de conversaciones a la manera de aquellas publicaciones de los años 70, en la que el espacio editorial estaba pensado como una experiencia corporal.