Texto: Michael Snyder
Imagine un mapa de la India. Verá una masa de tierra con forma de diamante rodeada por el Mar Arábigo —la Bahía de Bengala— y coronada por una diadema de las cimas más altas del mundo. Sin embargo, aún falta otra parte, algo que la mayoría de la gente no sabe que existe, un apéndice larguirucho que sobresale hacia el oriente a lo largo de las orillas anchas del Brahmaputra y hacia las laderas tropicales que separan la India de China, Birmania y Bangladesh. Se trata de una región que se conoce, simplemente, como el Nordeste. Ése es mi lugar favorito sobre la Tierra.
La India posee 17 idiomas oficiales (se hablan centenares); ha dado a luz a cuatro religiones mayores (hinduismo, budismo, sijismo, jainismo); es el hogar de la segunda población musulmana más grande del mundo después de Indonesia, y a comunidades de cristianos que son más antiguas que cualquier otra fuera de Medio Oriente o África. E incluso aquí, dentro de una nación compuesta de naciones, el Noreste es otro planeta.
Las villas de bambú se aferran a las cimas vertiginosas y boscosas de las colinas. Los grupos tribales que viven aquí en los estados de Mizoram, Manipur, Nagaland, Tripura, Arunachal Pradesh, Meghalaya y las regiones montañosas alrededor de los bordes de Assam pueden rastrear sus orígenes hasta el sur de China, el norte de Birmania y, en un caso, a los khmer de Camboya. Llegaron aquí por primera vez hace 1,500 o hasta 2 mil años: las primeras personas que penetraron estos bosques densos y peligrosos valles. Fueron los únicos hasta que los británicos aparecieron a fines del siglo xix, llevando consigo armas, opio y al cristianismo.
Los últimos 100 años han traído cambios profundos en la región, convirtiéndola simultáneamente en el rincón más remoto y el más abierto al mundo de la India. Shillong, el pueblo más importante de la región, con una población de alrededor de 200 mil personas (una villa, según los estándares de la India) alberga festivales dedicados a Bob Marley y a Bob Dylan cada año. Las jóvenes lucen cortes de pelo asimétricos y jeans rotos y chamarras de cuero. Nadie las mira fijamente. La mitad de las personas a quienes uno conoce tocan en bandas de rock. Para los urbanos más progresistas de la India, los nororientales son algunas de las personas más suaves, más fascinantes del país. Para la derecha hindú, que actualmente controla el gobierno nacional, son fuereños, intrusos extranjeros, identificados a menudo con epítetos racistas desagradables.
Los estados al Noreste de la India son el hogar de los movimientos insurgentes más añejos de Asia. Las tribus Naga de Nagaland protagonizaron la primera revolución de la región en 1947, cuando la India, en su despertar como nación soberana, reclamó como suyos esos terrenos intercalados. En Manipur, un estado diminuto de 2.7 millones de personas, existen cuando menos 14 periódicos distintos, cada uno perteneciente a un grupo insurgente diferente. Los visitantes a Arunachal aún necesitan permiso para entrar, pues la frontera norte con China permanece sin resolverse. Misoram es el único estado de la India
La insurgencia tribal de Tripura no terminó, según me contaron, hasta que el gobierno de la India abrió las minúsculas fronteras del territorio a los hindúes que huían de Bangladesh, país con el cual colinda en tres de sus extremos, transformando en cuestión de años lo que alguna vez fue una mayoría tribal en una pequeñísima minoría. En varios de estos estados del noreste, una ley llamada el Acta de Poderes Especiales de las Fuerzas Armadas permite que el ejército entre en las casas y detenga a la gente con absoluta impunidad. La India prefiere que el Noreste permanezca escondido, porque desmienta su estado como país neo (en lugar de pos) colonial.
En un país en donde la dieta (y particularmente el consumo de la carne) es asunto de enorme importancia política, los sabores de las cocinas del noreste, construidos sobre el humo y la fermentación, son tan sólo otra forma más de la enajenación de la identidad hindú. La cocina del Noreste se inclina mucho por el cerdo y la carne de res, el pescado de agua dulce y los insectos, los vegetales que se encuentran en la selva y el bambú. Es una comida de guerreros: granos de pimienta Sichuan verdes, helechos salvajes cocidos con una pasta de lodo fermentado y cangrejo, gusanos de seda al vapor con jengibre y chile en las secciones huecas del bambú. Estos sabores no se parecen en nada de lo que el lector —o la mayoría de los indios— considera como cocina de la India.
Los estados al Noreste de la India son el hogar de los movimientos insurgentes más añejos de Asia.
Me enamoré del Noreste en la cocina de mi amigo Gary, mientras vivía en Mumbai, una metrópolis al otro lado del país, con una población relativamente reducida de nororientales. Gary es khasi, la tribu principal de Shillong, y cuando su familia enviaba paquetes de ingredientes de casa, solía, como él lo describía, “azotar las ollas y los sartenes” para una suertuda docena de amigos. Preparaba cerdo khasi manchado color verde botella con cúrcuma y ajonjolí negro, y cerdo ahumado con las hebras leñosas del bambú secado y fermentado. Si teníamos fortuna, su cuñada Naga mandaría bloques negros de anishi —un pastel como el carbón de hojas de camote maceradas, fermentadas y ahumadas— y paquetes bien envueltos de axoni, una pasta de soya también fermentada que, como alguna vez me dijo un chef de Nagaland, “huele a infierno pero sabe a cielo”.
En el Mercado Mao de la capital del estado de Kohima, anguilas vivas se retuercen en sus barriles mientras ratones blancos
—supuestamente buenos para el asma— se escabullen al interior de las jaulas de bambú.
Durante los cinco años en que viví en la India, visité seis de los estados conocidos como las Siete Hermanas, la mayor parte del tiempo en viajes de reportaje. En Tripura comí cerdo hervido de manera sencilla, con jengibre, chile y ajo, en una villa que había dejado de ser un baluarte de los rebeldes hacía apenas dos años antes. En Arunachal bebía una cerveza preparada de cáscaras ahumadas y fermentadas de arroz y comí toda clase de carne de caza, desde carne de ciervo hasta jineta. La mejor cocina venía de Nagaland, la fuente del espíritu moderno revolucionario de la región. En la ciudad más grande del estado, Dimapur —un pueblo salvaje como del Viejo Oeste, donde las tiendas de armas son tan comunes como las motocicletas— compré sapos vivos y colmenas llenas de larvas de avispa para cocinar junto con mi amiga Lillian. En el Mercado Mao de la capital del estado de Kohima, anguilas vivas se retuercen en sus barriles mientras ratones blancos —supuestamente buenos para el asma— se escabullen al interior de las jaulas de bambú. En los pueblos las casas de bambú se construyen alrededor de fogatas y anaqueles colgantes también de bambú en donde las largas tiras de grasa de cerdo se tornan negras con el humo, y cocidos espesos de sangre, vísceras y berenjenas amargas se cuecen dentro de ollas de barro chamuscadas en negro hollín.
La gente está harta de las fuerzas rebeldes que exigen tributo y comida cuando emergen del bosque; aún más harta de las tropas hindúes que circulan de manera insolente por el pueblo como un recuerdo permanente de su irremediable desamparo. Está harta de los caminos que se estropean con la temporada de lluvias, de los viajes de 10 horas para recorrer 150 kilómetros y de ser tratados, cuando descienden a tierra firme, como extranjeros dentro de un país del cual nunca quisieron formar parte.
Desde que salí de la India hace 18 meses, siento añoranza por dos lugares: Mumbai, mi hogar adoptado, y el Noreste. Todavía sigue sin ser completamente claro para mí por qué me quedé tan encantada con estas dos partes de la India, tan distintas entre sí. Mumbai es un remolino en espiral, una especie de locura, un viacrucis caótico en el cruce de muchos mundos. Lo traga a uno entero y, como la más adictiva de las drogas, te deja con las neuronas fritas en espera de la siguiente dosis. El Noreste es expansivo y, al menos en su pastoral superficie, profundamente tranquilo. Existe tan al borde del mundo que, virtualmente, desaparece de nuestro mapa mental colectivo. Es uno de esos lugares que, cada vez menos, aún se siente lejano.
Si algo tienen en común Mumbai y el Noreste es que ambos son lugares en donde, simplemente, puedes desaparecer, disolverte por completo, dejar de existir, por un momento luminoso, como tú mismo —lo cual, ahora que lo pienso, se parece mucho a enamorarse.