GABINETE
Roles de recienvenido y diosidos

Texto: Guillermo Santamarina

Llamémosle avidez empírea. Como el asedio del sol sobre una roca que ha de quebrarse.

O la fortaleza de un infante al caer y levantarse cuando aprende a caminar. Cuando se abre la frente con una mesa, y ya que sus protectores fingen no darse cuenta del accidente, continúa girando la manivela de una rara caja de donde brotan fantasía redentora, desgracia, cura e incentivo.

A sus 60 poco importa la criaturita. Aunque prefiriesen ignorarlo sus custodios, seguirá dándole al manubrio de la caja extraña. Hasta que se le llaguen los dedos. Sin afeitarse, pero aplicándose un nuevo acondicionador. Oliendo a noche, sexo y alcohol. A taquito de la esquina de la casa. A perro mojado y estereotipado. A sudor del dance más ignominioso de todos. A madera de ataúd. A colilla que no fumó, cirio e incienso. Como quieran. Así las resistencias. El funky, el folk, el punk, el progresivo, el pulso electrónico y Debussy. Con sus energías dispuestas a escudriñar igual los little feat esmeraldas que las waka jawaka de ñoras polanqueñas. Igual befas que se funden con convicción, como un largo argumento de Macedonio Fernández, o una revolcada con Lezama Lima, y así… otra vez… abrazar los designios del fondo de la cueva, para planear sobre superficies en blanco, o en negro, con mitologías inflamadas, con cotidianidad incierta, con flores y bichos de la selva, con erotismo davidiano, con dulce ingenuidad, con latas de humo de Art Blakey, o neblina de Thomas Morley.

Arrastres tenaces de incógnitas que van a proyectarse al cielo sin desmesurado denuedo. A soldarse casi sin fuego para ahorrar gas. Se basta con el aliento exotérico, y a lo mejor algo más, porque lo barroco nadie se lo quita.

Y también el placer del color. El placer de escuchar. La autoimpuesta obligación de granar el tiempo, sin efecto.

Capote en providencia, en devoción y también en desacato. Porque aquí, en los hombros de John Martyn (cómo se tropieza el borracho, por cierto), y en la hip hop gloriosa de Carson McCullers (muy caprichosamente cortés), todo lo vulgar y prosaico, mejor no.

Aquí, entonces, un acicate hacia claves eminentes para quienes eventualmente cuestionan el auténtico sentido del tiempo perdido. Pero, sobre todo, un tributo a quienes justamente hoy lo merecen: unos héroes en el edén inmundicia.