ISABEL MARTÍNEZ ABASCAL. UN TRAZO ABIERTO: AMARILLO RAMP

 

Las espirales, dibujadas, esculpidas o como acomodo de materiales, están presentes en lugares sagrados de todo el mundo. Este signo que se asocia con el ciclo de la creación, el proceso de nacimiento, muerte y renacimiento; aparece ya en representaciones de arte megalítico atribuidas al Homo sapiens y ha acompañado a la humanidad desde entonces.

 

Cuando, a principios del siglo xx, se tomó la primera foto de la galaxia de Andrómeda desde el Observatorio Yerkes, la imagen fue definida como una simple masa de gas luminoso. Hicieron falta años para que el astrónomo Edwin Hubble, apoyado en los descubrimientos de la también astrónoma Henrietta Leavitt, probase en 1923 que Andrómeda era una galaxia espiral independiente de la Vía Láctea. Este descubrimiento aumentaba inmensamente el tamaño del universo conocido que ya no estaba restringido a nuestra propia espiral.

Treinta años después, en 1953, James Watson y Francis Crick, también ayudados por los hallazgos de una mujer, la química Rosalind Franklin, publicaron sus conclusiones acerca de la estructura en forma de doble hélice del Ácido Desoxirribonucleico, el adnpresente en todos los seres vivos y que contiene en cada caso la información genética de cada uno de ellos. Desde lo más grande a lo más pequeño, una misma geometría se repite. Y es que la forma espiral parece ser la más eficaz para agrupar material en el espacio sin que éste se desordene.

 

Este trazo presente también en las conchas de los caracoles, los huracanes y la cola del mono representado en las Líneas de Nazca, gobierna a su vez la trilogía de grandes obras del artista norteamericano Robert Smithson.

Tras haber concluido Spiral Jetty en 1970 en el Great Salt Lake de Utah y The BrokenCircle en Emmen, Países Bajos en 1971, Smithson comenzó a trabajar en un proyecto cerca de Amarillo, Texas, comisionado por Stanley Marsh 3, un filántropo que poseía tierras en la región.

En 1973, cuando Smithson escogió el área en la cual realizaría la obra, ésta se encontraba inundada por un lago artificial cuya agua se empleaba para riego, el TevocasLake. El 20 julio de ese año, mientras Smithson sobrevolaba el terreno junto a un fotógrafo y un piloto, la avioneta en la que viajaban se estrelló, y murieron los tres. El artista de apenas 35 años, desaparecía prematuramente dejando una pieza esbozada en un pequeño dibujo a lápiz en el que un volumen curvo que va aumentando de altura, sugiere una criatura alargada que emerge del agua.

 

Tras la muerte de Smithson, su esposa, la artista Nancy Holt, el artista Richard Serra y el artista y más tarde galerista Tony Shafrazi, consiguieron los medios para realizar los 120 metros de longitud de Amarillo Ramp, transportándola del papel a un espacio concreto en el panhandle de Texas Panhandle.

Algunos proyectos realizados póstumamente se basan no sin esfuerzo en bocetos y planos realizados por el autor, como el hermoso Roosevelt Island Memorial de Louis Kahn o el penetrável Magic Square #5 de Hélio Oiticica en Inhotim, Brasil. La falta de mucha documentación gráfica en el caso de Amarillo, sugiere que Holt y sus colaboradores se apoyaron también en las estacas que Smithson había colocado en el terreno marcando ciertas alturas y en conversaciones mantenidas con el artista.

 

En su estado original, Amarillo Ramp comenzaba en la orilla y se adentraba en el lago, dibujando un segmento helicoidal con un diámetro aproximado de 45 metros. Caminar la rampa era adentrarse en un movimiento ascendente entre agua y cielo.

Hoy en día el lago ha desaparecido y la obra sobrevive en medio de una extensión semidesértica cuyo aspecto va cambiando a lo largo del día, dependiendo de la incidencia del sol, y a lo largo del año con la llegada de las estaciones.

 

Recorrer Amarillo Ramp fue en mi caso un asunto de improbable syncrhonicity. Así lo definió Jonathan Revett, artista y profesor de Amarillo, que lleva años cuidando de la última obra de Smithson de forma altruista.

En mayo fui invitada como jurado a la presentación de fin de curso de la Facultad de Arquitectura de la Texas Tech University en una ciudad cuyo nombre aprendí a situar correctamente en el mapa después de buscarla en internet: Lubbock.

A la vez que la obligatoria escala de avión en Dallas me seducía con la posibilidad de visitar el Kimbell Museum, estar embarazada de casi seis meses me hacía dudar de que embarcarme en un viaje de sólo cuatro días en el que tendría que recorrer tanta distancia fuese lo más recomendable. Finalmente acepté sin imaginarme que el itinerario planificado todavía iba a alargarse.

 

Al saber que estaba en Lubbock, un amigo canadiense me envió un mensaje sugiriendo que fuese a la Amarillo Ramp. La perspectiva de visitar esta obra de land art era muy atractiva, pero al indagar un poco más, descubrí que Amarillo está a 200 kilómetros de Lubbock y el único tiempo libre que iba a tener era antes de tomar mi vuelo de regreso el sábado a las 3 de la tarde. Ante mi “está demasiado lejos”, Neeraj respondió: “eso es como un paseo de 10 minutos para un texano”.

A la mañana siguiente, sin más preparativos, el encantador profesor David Isern y yosalíamos hacia Amarillo en su coche.

“¿Ya te respondió?” me preguntó Isern. Lo cierto es que yo aún no había llamado al misterioso Revett, pero, al fin y al cabo, en mi imagen mental, la obra estaba bien señalizada y abierta al público.

Pues no, Amarillo Ramp está dentro del rancho que una vez perteneció a Marsh 3, y para acceder a ella, hace falta adentrarse varias millas en este terreno, abriendo una verja con un código de cuatro dígitos, preferiblemente en la camioneta de Jonathan y bajo la curiosa pero inquisitiva mirada de algunos cowboys a caballo. No hay indicaciones que ofrezcan pistas sobre como llegar a la localización y el paisaje cambia todo el tiempo.

Abrí mi teléfono mexicano cuando ya llevábamos una media hora en la carretera y marqué el número que me habían compartido la noche anterior. Como un milagro, al otro lado de la línea, Jon respondía: “Pasen por mi casa, estaba a punto de salir hacia la rampa con un amigo de Chicago”.

Así es como acabamos al borde de una colina desde la cual se divisa en todo su erosionado esplendor una estructura de tierra de casi 50 años de edad.

En el aire, un silencio denso espolvoreado de cantos de pájaros, y por el suelo, miles de amapolas amarillas que contrastaban con el tono rojizo de la obra. A falta de agua, la escultura parecía emerger, en su quietud, del mar brillante de hierba verde.

 

La experiencia de caminar por esa masa de tierra que se eleva era sin duda magnífica, pero inevitablemente uno se preguntaba qué pensaría el artista si viese la obra en su estado actual, no sólo deteriorada por el clima y el agua, como le pasa también a SpiralJetty, sino también habitada por pequeños arbustos y con algunas manchas de pintura verde con las que alguien decidió intervenirla.

 

En su texto crítico Entropy and the New Monuments, que revisa la obra reciente de artistas como Donald Judd, Robert Morris, Dan Flavin y Sol Le Witt, Robert Smithsoncita a Wylie Sypher al decir Entropy is evolution in reverse (la entropía es evolución a la inversa).

Su defensa del concepto de entropía en detrimento del deseo desarrollista hace que muchos críticos sean partidarios de dejar las obras de Smithson a su suerte, evolucionando y degradándose naturalmente. Sin embargo, voces como la de su viuda, Nancy Holt, defendían la idea de mantener esta escultura en buen estado, limpiándola y reconstruyéndola cuando fuese necesario.

El dilema está hoy impregnado por la cuestión económica. Para mover tantas toneladas de tierra es necesario un equipo especializado que opere grandes máquinas, es decir, se trata de un proyecto caro. Actualmente algunas fundaciones y museos de arte están interesados en adquirir la Amarillo Ramp, cosa que ya sucedió con otras obras de landart como la propia Spiral Jetty, Sun Tunnel de Nancy Holt o The Lightning Field de Walter de Maria, las tres al cargo de Dia Art Foundation. Si finalmente se produce un trato semejante, nuevas preguntas aparecerán sobre la mesa. No tan sólo si se debe restaurar o no la obra, sino también: ¿quién es responsable por trasladar a los visitantes a través del rancho privado? ¿Se debe volver a crear el lago artificial? ¿Hay que comenzar a cobrar una tarifa de admisión para recorrer la obra?

 

La ausencia de Smithson hace que no haya respuestas definitivas a estas cuestiones. Al fin y al cabo, ninguno de estos temas ocupa un lugar en el elegante croquis a lápiz de 1973. Sin embargo, algunos de sus textos arrojan cierta luz sobre la relación del artista con la idea del paso del tiempo:

Instead of causing us to remember the past like the old monuments, the new monumentsseem to cause us to forget the future. […] They are not built for the ages, but ratheragainst the ages. They are involved in a systematic reduction of time down to fractionsof seconds, rather than in representing the long spaces of centuries. Both past and future are placed into an objective present. En lugar de hacernos recordar el pasado como los monumentos antiguos, los nuevos monumentos parecen hacernos olvidar el futuro. […] No están construidos para las eras por venir, sino en contra. Están involucrados en una reducción sistemática del tiempo hasta fracciones de segundos, en lugar de representar largos espacios de siglos. Tanto el pasado como el futuro se colocan en un presente objetivo.

 

En el contexto mundial actual en que la crisis medioambiental se ha vuelto realmente grave, el land art renueva su importancia como una práctica centrada en la relación del ser humano con su entorno natural, y que por definición está abierta a la evolución y la degradación, desafiando la idea occidental de conservación a futuro y de tiempo lineal. La célebre A Line Made by Walking realizada por Richard Long en 1967 se sitúa en uno de los extremos más radicales. El artista camina por un prado hacia adelante y hacia atrás hasta que la marca de su trayectoria resulta visible en la hierba. Sabemos que poco después este trazo desaparecerá, lo efímero de su naturaleza nos conmueve. La energía de la acción y por supuesto la documentación gráfica de la misma, sobreviven a la impermanencia del trazo.

Todos podemos identificarnos con la persona que, al andar por un lugar, deja un rastro inmaterial, ya tenga éste forma de línea recta o de espiral. En vez de experiencias homogéneas, cada persona que ha visitado la rampa a lo largo de estas décadas ha vivido algo único. Cada visita está congelada en el recuerdo de un contexto y en un instante que no van a repetirse. De este modo, el proyecto deja de ser un trabajo unitario para convertirse en una progresión innumerable de versiones de sí mismo. Por el momento, la Amarillo Ramp navega a su suerte bajo la lluvia y el sol, y a nosotros sólo nos queda aceptar los muchos presentes que esta obra nos ofrece sin albergar el deseo de hacerlos perdurar.